Opinión · Otras miradas
Ernaux, Sabina y el arte de envejecer
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El otro día me puse a fisgar en las páginas culturales de El País y tropecé con un titular que capturó mi atención como el parpadeo de un semáforo. Annie Ernaux: Nobel aclamada, intelectual discutida. Las preguntas me asaltaron de inmediato y supongo que esa es la aspiración de un titular eficaz: proporcionar un fragmento de información que invite a continuar la lectura. ¿Con qué criterio habían adjudicado a la escritora francesa la categoría de “intelectual discutida”? ¿Acaso alguien había puesto en tela de juicio su destreza mental, su raciocinio o su inteligencia?
Al acceder al enlace se despejaron todas mis dudas. Lo que se ponía en entredicho no eran las dotes intelectivas de Ernaux sino sus ideas políticas y más en concreto sus juicios sobre Israel. El artículo maneja una definición muy específica de la intelectualidad. Así, el intelectual no sería aquel que elabora complejas formulaciones teóricas sino alguien que dota de prestigio público a una determinada opción ideológica. Si aceptamos esta premisa, hablar de “intelectual discutido” es una redundancia porque cualquier toma de partido precede y sucede a una discusión.
En 2018, ochenta artistas franceses cometieron la osadía de suscribir un manifiesto contra un encuentro francoisraelí que había de celebrarse en el Museo de Arte de Tel Aviv. La proclama contó con el respaldo de Annie Ernaux y denunciaba que los convites culturales del Estado de Israel cumplen el propósito de enmascarar la excepcionalidad palestina. Para sostener tal extremo, los firmantes adjuntaban el testimonio del presidente Reuven Rivlin: “Las instituciones culturales forman un escaparate en el que Israel presenta una imagen democrática”.
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En 2019, más de cien de artistas franceses incurrieron en la temeridad de suscribir un manifiesto contra la celebración de Eurovisión en Tel Aviv. Entre ellos se encontraba Annie Ernaux. Los firmantes recordaban que el certamen iba a tener lugar sobre las ruinas del antiguo poblado palestino de Al-Shaykh Muwannis. Era una observación, sin embargo, que no procedía de Francia sino de la ONG israelí Zochrot, cuyos miembros defienden el retorno de los refugiados palestinos y combaten el supremacismo blanco. Son sus palabras, no las mías.
Dice el artículo de El País que las primeras críticas contra Ernaux llegaron desde Alemania “por motivos históricos obvios” y adjunta las objeciones del Consejo Central de los Judíos. Las acusaciones constituyen una turbia sopa argumental que confunde la crítica política con el antisemitismo, como si no fuera posible repudiar a la vez los hornos crematorios del Tercer Reich y las bombas de racimo de Benjamin Netanyahu. Al contrario, cabría preguntarse qué legitimidad tiene quien censura unas formas de xenofobia pero tolera o aplaude otras.
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No quiero que se interpreten estas líneas como un dardo contra el artículo de El País ni contra la elección del titular sino como una reflexión sobre el papel tutelar de los intelectuales. Para no alejarnos demasiado, propongo un vistazo apresurado sobre Fernando Savater y Mario Vargas Llosa, dos autores cuyas opiniones podemos degustar precisamente en las columnas de El País y a los que nadie se atreve a catalogar como intelectuales discutidos, ni siquiera cuando esas mismas columnas desatan polémicas y contestaciones de la más diversa índole.
Si algo me estremece sobre Savater no es la canonización de su Ética para Amador sino su viaje hacia las filas más gesticulantes de la derecha nacionalista española. En los primeros años de la democracia, uno podía dar con el filósofo donostiarra en las páginas del diario Egin o en una conferencia auspiciada por los presos de ETA en la prisión de Nanclares. Algunos se han sorprendido de que Savater regalara su voto a Isabel Díaz Ayuso en los comicios autonómicos de 2021. Quien tuvo ojos en 2001 pudo verlo bendecir la candidatura de Jaime Mayor Oreja a lehendakari.
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La excursión ideológica de Vargas Llosa no es menos accidentada. En los años sesenta, mientras se buscaba la vida en París, el escritor peruano entró en contacto con la literatura marxista movido por el fervor que había despertado en él la Revolución cubana. Leyó a Marx, a Lenin, a Mao y a Gramsci. Así lo cuenta él mismo en El pez en el agua. La evolución de sus ideas lo ha llevado a adherirse a todos los popes derrotados de la nueva ultraderecha latinoamericana. "Lo importante de unas elecciones no es que haya libertad, sino votar bien", dijo en 2021 durante una convención del Partido Popular.
El pasado mes de noviembre me acerqué a una sala de cine para ver Sintiéndolo mucho, el documental que Fernando León de Aranoa le ha dedicado a Joaquín Sabina después de haberlo seguido durante varios años de conciertos, alegrías y sinsabores. “Siempre he querido envejecer sin dignidad“, dice Sabina en su última canción, y uno tiende a interpretar la ocurrencia como una extensión burlesca de su disfraz de canalla. Pero de pronto, durante la presentación de la película, la frase adquirió nuevos matices a la luz de unas declaraciones que todos los medios llevaron a sus titulares. “Ya no soy tan de izquierdas porque tengo ojos y oídos para ver lo que está pasando”.
Todo el mundo dispone, por supuesto, del derecho a cambiar de opinión, a modular sus posturas, a desdecirse incluso, también a desengañarse. El pensamiento inmóvil es un pensamiento muerto en un mundo cambiante. Resulta llamativo, no obstante, que la consagración de los intelectuales conlleve casi sin excepción un viraje hacia la aceptación entusiasta de los relatos dominantes. Por eso me atrevo a aventurar una hipótesis: lo que molesta de Annie Ernaux, lo que se le discute, no son sus ideas de justicia social sino que continúe manteniéndolas todavía hoy, con un descaro de octogenaria, cuando le llueven reconocimientos y ha tenido tiempo de sobra para doblar la rodilla. A quién se le ocurre envejecer con dignidad.
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