Opinión · Otras miradas
Brexit, agarrarse una oreja sin alcanzarse la otra
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El título de este artículo recrea un aforismo infantil. Con él, nuestra madre nos anticipaba de situaciones no previstas ni deseadas. La cantinela del adagio ha permanecido en el imaginario fraternal de una familia numerosa en tiempos del rancio franquismo. Solemos recordarla sonrientes en celebraciones conjuntas. Permítame el lector utilizarla para ilustrar el caso del Reino Unido y el Brexit.
Nos dicen los sondeos que una mayoría de ciudadanos británicos están ahora a favor de (re)integrarse en la Unión Europea tras la celebración de otro referéndum. Consulta que no se celebrará, a buen seguro, mientras los conservadores ocupen el 10 de Downing Street. Tampoco un nuevo inquilino en la residencia del primer ministro implicaría automáticamente un cambio en la ambivalente postura laborista. El partido obrerista de Keir Hardie se ha convertido en una formación desnortada solo interesada en el electoralismo más famélico. Temen volver a ‘perder’ a sus antaño fieles votantes del septentrión inglés, particularmente en el nordeste, que apoyaron a los tories del Brexit en las últimas elecciones con el discurso de un Reino Unido próspero fuera de la UE. El liderazgo laborista ha quedado atrapado en el sempiterno dilema de la política inglesa de izquierdas: ganar elecciones pero dejando inalterables los resortes de poder.
En el conjunto del RU, los porcentajes pro-UE rondan ahora los dos tercios de los encuestados, es decir, muy superiores al apenas 52% de aquellos que votaron el 23 de junio de 2016 por el abandono de la UE. Dos de cada tres británicos quieren volver a sufrir la ‘dictadura’ bruselense, según las inventivas repetidas ad nauseam por personajes tóxicos de la política como Boris Johnson.
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Sucede que en los tiempos que corren se bendice la encomiable actuación de las instituciones comunitarias, que ya no son tan ‘dictatoriales’. El conflicto auspiciado por la invasión neoimperialista de Ucrania ha resultado en una mayor afinidad de los países miembros de la UE en el proceso de europeización y la consolidación del proyecto europeo. Cada vez se piensa y actúa en común en mayor grado e intensidad. Respecto a las medidas para afrontar la crisis económica alentada por la guerra de Putin, no han hecho sino alcanzar y consolidar acuerdos que hace pocos años --y hasta meses-- se antojaban inasumibles por los intereses nacionalistas estatales en juego. Salvo algún desbarre populista puntual e inevitable en un club tan diverso (por ejemplo, los protagonizados por Viktor Orban), y con socios atrapados en pasados de confrontación, la actuación comunitaria es sólida. Es ese el efecto indeseado por Putin de mayor calado histórico de los últimos tiempos. Un tiro al propio pie de mayor torpeza y desesperación es difícil de imaginar.
Entre los efectos no queridos auspiciados por Putin es simbólico y aleccionador el producido por la reacción de los países nórdicos que aún permanecían fuera de la OTAN. En un proceso rápido, y con un alto grado de respaldo político interno, Suecia y Finlandia formalizaron su petición de ingreso en la Alianza occidental en mayo del año pasado. Esa fue la respuesta inmediata a una posible invasión de ambos países por los ejércitos de Putin, como ha sucedido realmente en el caso de Ucrania. Los dos países septentrionales europeos han optado por preservar efectivamente su propia existencia como democracias avanzadas del bienestar.
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Desde su adhesión en 1973, el Reino Unido se agarró a la oreja de beneficiarse de la ayuda europea. Se atenuaron los males financieros de un ex imperio colonizador expuesto a los vaivenes derivados de la mundialización capitalista. La inyección de capitales ‘invisibles’ en la City londinense ha sido balsámica durante el período que el Reino Unido ha permanecido en la UE. Muchos de los dineros han provenido de los anteriormente sojuzgados países colonizados, cuyas élites siempre han aspirado a tener sus ahorros e inversiones en Londres. Los ‘nuevos ricos’ putinescos han seguido su ejemplo como aventajados alumnos de esas elites de los países agrupados en la languideciente Commonwealth, y que han dispuestos en la City de sus tradicionales refugios de inversión. Las cantidades de dinero en juego de los supermillonarios han sido importantes.
Piénsese, si se quiere como ilustración dramáticamente anecdótica, que en 2009 apenas 50 oligarcas con fortunas superiores al millardo de dólares estadounidenses controlaban en la India el equivalente al 20% de su PIB y al 80% de su capitalización bursátil. Tales datos contrastaban con la lucha por la supervivencia de más de 800 millones de sus compatriotas, que disponían de menos de un dólar al día. Es un modo del neoesclavismo en nuestras democracias robotizadas que se mira, si acaso, de reojo.
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Sucede que los capitales peregrinos también se toman muy en serio la marcha de la economía británica, ahora que no está en la UE. Con la fuerte caída del valor de la libra esterlina se extienden las dudas sobre su salud a medio plazo. Ahora las apuradas iniciativas del primer ministro Rishi Sunak apuntan a sostener una economía que nominalmente es la sexta del mundo pero cuyo vigor decrece. Con las anunciadas negociaciones por parte del ejecutivo británico con los sindicatos médicos se trata de evitar una reedición del Winter of discontent. Entonces, y durante el invierno de la desazón de 1978-79, se dio alas al thatcherismo rampante de los años 1970-80.
Quizá haría bien el Reino Unido en asegurarse la utilización funcional de ambas orejas en el entendimiento del nuevo mundo del capitalismo global regionalizado. Su lugar está en el Viejo Continente del que siempre ha formado parte culturalmente. Alternativamente los ingleses nostálgicos de un pasado sin fin pueden seguir pugnado y creyendo que Britannia rules (Inglaterra manda). O sea que pueden seguir agarrándose una oreja sin alcanzarse la otra, como diría mi madre.
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