Opinión · Otras miradas
El punitivismo como fracaso democrático
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba
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Todavía recuerdo alguna de las primeras lecciones recibidas en la Facultad de Derecho de Córdoba, en la que años más tarde acabaría siendo docente. Las profesoras y los profesores de Derecho Penal nos insistieron mucho en que esta rama del ordenamiento debía ser entendida siempre como la última herramienta a la que acudir. Aprendí entonces que las normas penales reflejan en definitiva el fracaso de toda una sociedad que ha sido incapaz de prevenir los conflictos ni de resolverlos sin necesidad de limitar derechos. Gracias al Derecho Constitucional, entendí bien que el Estado es, además de por supuesto, cuando es democrático, una invención garante de nuestras libertades, una herramienta de coacción, un aparato represor y violento. El Leviatán que es capaz de los mayores horrores en nombre de la seguridad.
En este sentido las tensiones democráticas tienen mucho que ver con cómo se reduce a mínimos esa intervención coactiva y en cómo se amplían progresivamente nuestros espacios de autonomía. Todo ello en el marco de una paz social que no puede basarse en otra ética que no sea la de la dignidad que todos y todas compartimos. Un concepto, el de dignidad, que nos remite necesariamente a procesos de lucha y a la lógica democrática y pluralista de la conversación.
Desde estos presupuestos, que con el tiempo fui revisando con la ayuda de las categorías críticas aportadas por el feminismo jurídico, no dejan de resultarme sorprendentes algunos de los argumentos que en estos días oigo y escucho en torno al debate generado por la Ley Orgánica de garantía integral de la libertad sexual. Una ley que, entre sus muchos aciertos, pone el foco en el consentimiento al delimitar las agresiones sexuales, y que más allá de sus previsiones penales contiene un largo listado de disposiciones preventivas y socializadoras que, a mi parecer, son lo mejor del texto.
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Evidentemente hubo un fallo de previsión con respecto a sus efectos retroactivos, el cual se podría corregir, a corto plazo, mediante algún tipo de disposición transitoria que facilite que la nueva horquilla de penas no acaba inclinada hacia la más baja, y a un plazo más largo mediante una debida formación y sensibilización de quienes han de aplicar la norma a los casos concretos. Un objetivo esencial si partimos de que el mismo concepto de consentimiento en el ámbito de la sexualidad puede generar oscuridades y matices complejos, los cuales no pueden ser despejados convenientemente si no se aplica la perspectiva de género que nos permite analizar de qué manera una relación sexual no consentida se genera en espacios de poder y en el marco de una asimetría evidente entre el estatus masculino y el femenino.
Ante evidencias como éstas, no creo que sirvan ni las herramientas clásicas del derecho antidiscriminatorio, ni mucho menos una visión del derecho penal que desconozca las distintas potencias de quienes intervienen en el hecho delictivo. Una apreciación que, me temo difícilmente, será valorada por quienes no hayan hecho el mínimo esfuerzo en formarse en los conceptos y paradigmas con que el feminismo jurídico intenta paliar los resultados injustos que supone aplicar e interpretar el ordenamiento sin tener presente el eje masculinidad dominante/feminidad subordinada. Un eje en el que la violencia sexual es en esencia una cuestión de poder.
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Cuando analizo este horizonte, ciertamente complejo y trabajoso, y yo diría que hasta revolucionario en el sentido de que plantea un giro ético y epistemológico, no dejan de inquietarme, sin embargo, que los debates, sobre todo en el plano más estrictamente político, se estén limitando a la graduación de las penas y que incluso se haya puesto sobre la mesa su endurecimiento como salida del laberinto.
Me sorprende, y me preocupa, que fuerzas progresistas, y por supuesto que junto a ellas un sector del feminismo, pongan el empeño y las energías en reforzar el poder punitivo del Estado y crean que la respuesta a un problema estructural como es la violencia que sufren las mujeres pueda venir de la mano de los castigos. Difícilmente el derecho penal sirve para acabar con las lógicas de la dominación, como tampoco la respuesta puede ser, mucho menos en nuestro marco constitucional, que los agresores sufran privaciones de libertad cada vez más severas. Esta línea nos llevaría a la peligrosa deriva de asumir que la mejor respuesta a las violencias machistas sería mantener a todos los condenados eternamente en prisión. Todo ello mientras que poco o nada se está haciendo en torno a su posible reinserción, lo cual no plantea el debate de si es posible o no reeducar a unos delincuentes que obran en función de un marco cultural que alimenta su posición dominante, y mucho menos sobre las urgentes acciones socializadoras y preventivas que deberían dirigirse a los hombres.
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Mucho me temo que el recurso recurrente al punitivismo no hace sino seguir problematizando a las mujeres, cuando la clave sería problematizar a los hombres y la masculinidad. Solo así será posible alcanzar una sociedad en la que las mujeres logren desprenderse de la categoría de víctimas y puedan abrazar, al fin, una capacidad de agencia que las haga equivalentes a nosotros. Un reto, el propio de una democracia paritaria, que estará lejos de alcanzarse mientras que solo seamos capaces de contestar a la violencia con más violencia.
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