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Opinión · Otras miradas

La instrumentalización de la inseguridad en Argentina y de la inmigración en Europa, clave en el discurso de la derecha

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Juan Manuel Pericàs

Médico, Miembro del seminario de economía crítica Taifa y de la Marea Blanca de Catalunya.

En el Reino de España nos hemos acostumbrado a que un porcentaje muy elevado de las escasas noticias que nos llegan de América Latina estén impregnadas de violencia. No es de extrañar: se trata de un continente que, como dijo un barbudo de los que pocos se quieren acordar, fue, con África, uno de los dos polos de la llamada acumulación originaria del capital, hija del “lodo y la sangre”. No obstante, cuando aquí recibimos noticias sobre las consecuencias que esta violencia entraña, casi siempre adoptan el mismo formato: la violencia que los pobres ejercen sobre las capas medias o los ricos, es decir, la inseguridad. El caso paradigmático es Venezuela, pero Argentina no le va a la zaga. En este país, la oposición realizada desde los sectores de la derecha, dentro y fuera del peronismo, en los doce años anteriores y actualmente en el discurso del gobierno y plataformas afines, se ha basado en gran medida en la inseguridad, que aparentemente estaría haciendo la vida imposible a la gente de bien. Este discurso explica en buena medida la reciente victoria electoral del PRO, partido de la derecha neoliberal liderado por el megaempresario Mauricio Macri.

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La violencia se trata, sin duda, de un problema muy serio, el abordaje del cual requiere hacer a un lado las frivolidades y reduccionismos. Es cierto que la violencia, lo que los que tienen los medios materiales asegurados llaman inseguridad, es y ha sido una constante en Argentina y en Latinoamérica en general desde que nuestros antepasados y los de nuestros vecinos lusos arribaron a sus costas. Sin embargo, a lo largo de la historia, desde entonces, la violencia no la ha ejercido de forma predominante el pueblo, sino los militares y el Estado. La Guerra del Paraguay y Campaña del desierto a mediados del siglo XIX y la dictadura de Videla hace apenas tres décadas fueron sendos genocidios. En Argentina ha habido seis golpes de estado encabezados por militares en el último siglo. Por supuesto, como en el resto de países latinoamericanos, lastrados por la pobreza y las desigualdades, herencia de su pasado colonial, en Argentina los pobres agreden con frecuencia a los ricos o a los no tan pobres, y no sólo para comer, como esperaría el europeo bienpensante que hicieran, una especie de leitmotiv pseudocristiano mal destilado que nos lleva a comentar al resto de comensales, cuando se aleja el mendigo, que no le hemos dado una moneda porque seguro que se la gasta en vino. ¿En qué esperamos que se la gaste con la vida-que-no-es-vida que lo determina, en montar una start-up? A su vez, el Estado y la sociedad civil agreden sin cesar a las capas desfavorecidas: en el hospital, en la comisaría, en los barrios, con las coimas (sobornos), mediante la marginación, con el lenguaje y la mirada. Se han vertido ríos de tinta para explicar este fenómeno, que según algunos sería el motor de la historia, así que no abundaremos aquí en ello. Sí interesa recalcar que lo que los medios de comunicación de la derecha en Argentina (una abrumadora mayoría) han repetido machaconamente durante los últimos años, con programas que muestran intervenciones policiales en villas miseria o explican escabrosidades aisladas hasta la náusea, ha surtido efecto: la clase media argentina vive atemorizada (las clases altas viven protegidas en barrios privados con su propia seguridad, lejos del mundanal ruido de los pobres o “negros”, como les llaman todos los que no lo son). Esto ocurre en un país en el que las estadísticas no muestran que la “peligrosidad” en las calles se haya incrementado de forma significativa en los últimos años, con la excepción de la ciudad de Rosario, en la que se ha establecido una red de narcotráfico importante que ha dado lugar a batallas territoriales y asaltos para conseguir dinero con el que comprar droga. Y ya sabemos que la droga prolifera donde al poder político y policial le interesa o no le importa demasiado, como es el caso actual de Rosario y como lo fue en los ochenta con la heroína en España, así como la violencia de los de abajo se extiende en los márgenes a los que el Estado ha soltado de la mano.

Pues bien, aunque la situación socioeconómica de las denominadas clases medias en Argentina no es idéntica a la española o la del resto de países de la Unión Europea, algo sí comparten: su situación intermedia en la estratificación social, que en el plano ideológico la hace desear parecerse a las clases altas y a la vez le provoca un temor patológico a caer de nuevo en la poco glamurosa clase trabajadora o proletariado, que en realidad no han abandonado nunca. Otro paralelismo entre la realidad argentina y la europea: lo susceptibles que son las capas medias a la instrumentalización del “Otro” para generar miedo. Sin embargo, matiz: el auge de la extrema derecha en Europa, que criminaliza a los inmigrantes, atribuyéndoles la culpa de una supuesta inseguridad (si no, ahí están los atentados islámicos, las banlieues parisinas en 2005 y las revueltas en Londres en 2011, nos dirá el burgués asustado, que como decía Brecht es lo más parecido a un fascista), cuyas causas, dicho sea de paso, han sido muy superficialmente analizadas, así como se les atribuye en bloque la pérdida de su empleo y de las oportunidades de prosperar (de mantener o alcanzar el tan abstractamente reivindicado estatuto de “emprendedor”, casi una entelequia en la realidad actual del sur de Europa), se los execra por la “contaminación cultural con costumbres bárbaras”, etc, este J’accuse! xenófobo, decíamos, no tiene como sujeto único ni principal a la clase media (que, aunque comulga ampliamente con tales acusaciones, todavía tiene reparos a la hora de expresarlo abiertamente, al menos por vía verbal, no así electoral), sino especialmente a la clase trabajadora. La explicación es sencilla. Sin vínculos laborales, sindicales e imaginarios que los unan, los que peor lo están pasando tras la irrupción del nuevo modelo europeo que llegó para quedarse con la crisis del 2008, han aceptado la hipótesis machaconamente repetida por todos los cauces sonoros, escritos o visuales y han decidido unirse en contra de los que ahora están abajo. No es precisamente el encuentro con el otro que hubiera esperado Kapuściński.

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En España, por el momento, pese a los CIEs que el Ministerio del Interior se niega a cerrar, los cacareos estentóreos de siempre de la Falange y acólitos, y algunos otros casos más o menos aislados (como erigir una valla que incumple los requisitos mínimos en el uso de materiales no lesivos exigidos por las instituciones internacionales de derechos humanos o repeler a tiros a algunos “ilegales” que trataban de ganar nuestra costa), el populismo de derecha con vetas racistas no ha cobrado un poder relevante en la calle. Entre otras cosas, porque tal ideología se encuentra entre las filas del PP, que tendría demasiado que perder si diese abiertamente la cara. Es decir, en los últimos tiempos, del racismo y la discriminación del extranjero pobre se ha encargado el Estado, sin ayuda de nadie. La detención de manteros en Barcelona ha desatado la indignación de buena parte de la ciudadanía, pero muchos otros se han posicionado a favor de los comerciantes, que al parecer estaban viendo cómo sus beneficios se veían mermados de forma preocupante (¿por la competencia –seguro que Adam Smith no imaginaba que su mano invisible fuera negra- o por la mala imagen, que ahuyentaría a los potenciales compradores?). Es una lástima que sean manteros y no alfombreros, porque así se matarían dos pájaros de un tiro metiéndolos debajo de su mercancía basura, como la alfombra gigante extendida en Turquía, bajo la cual los civilizados europeos han metido a decenas de miles de seres humanos, favor que estamos devolviendo, entre otras cosas, con un silencio vergonzoso frente a un autogolpe reaccionario. En fin, somos clase media y tenemos nuestros derechos, entre ellos el de asustarnos y obrar en consecuencia, aunque sea con violencia, como se nos repite ininterrumpidamente, ocultándonos así que los que nos están arrebatando nuestros derechos no son precisamente los de abajo, ¿verdad?

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