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Opinión · Otras miradas

Ser pacifista en 2023

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El aniversario de la guerra de Ucrania coincide con el 20 aniversario de la guerra de Irak, epicentro junto con Afganistán de la Guerra Contra el terror que se llevó por delante la friolera de 900.000 vidas. Un año después del comienzo de la Guerra en Ucrania, no hay cifras fiables sobre la magnitud de la catástrofe en vidas humanas. El general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto de EEUU se aventuró hace unos meses a poner un número, 240.000 víctimas mortales, 100.000 militares por cada bando y 40.000 civiles.

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A pesar de ser conscientes del elevado número de muertes, refugiados e impacto económico de este conflicto, el No a la Guerra de 2023 será con toda probabilidad un grito en voz baja, minoritario, que probablemente juntará en las calles del Estado a unos pocos miles de pacifistas. Cuando en 2003 fuimos entre 10 y 15 millones. ¿Es diferente el pacifismo de 2003 al de 2023? ¿Acaso ser pacifista significa hoy en día apoyar militarmente a Ucrania y, en consecuencia, no alzar la voz contra esta guerra?

Es cierto que la guerra en Ucrania es diferente porque esta vez apoyamos a la parte inicialmente más débil, no como en Afganistán, Irak, Libia, Yemen, Sahara, Israel… donde España y sus aliados apoyaron o apoyan militar y políticamente al fuerte. Es también cierto que es más fácil ser pacifista, o al menos estar en contra del apoyo militar, cuando nuestro gobierno está con los agresores que no con los agredidos. También es relevante la cuestión del derecho de legítima defensa, recogido en la Carta de Naciones Unidas. En fin, la cuestión de cómo posicionarse como pacifista ante esta situación nos obliga a evitar análisis simplistas y a huir de la solución fácil de promover, impulsar o consentir la guerra sin cuestionamiento ni pensamiento crítico alguno.

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Más guerra es la opción fácil. A pesar de que la guerra es probablemente la acción política de mayor complejidad, es demasiado fácil sumarse a ella. A pesar de que sean necesarios ejércitos bien dotados, entrenados en el uso de armas y que abracen la cultura belicista sin cuestionamiento alguno. Es decir, tener decenas o cientos de miles de jóvenes preparados y dispuestos para ir a la guerra, a matar y ser matados, no es algo que se consiga de un día para el otro, pero los tenemos.

Estamos perfectamente preparados como sociedad para la guerra. Para hacerla, para alentarla y para apoyarla. E incluso para que nos sirva de entretenimiento, siempre que los muertos los pongan otros y estén lo suficientemente lejos. Ser pacifista en este aspecto es hacer que las guerras sean inevitables en tanto en cuanto se lo pongamos más difícil a los políticos de turno para que decidan hacerlas. Menos militarización de la política, de la economía, de las relaciones internacionales, de la sociedad y de las mentes, hará que haya menos guerras. Ser pacifista es trabajar, luchar, incidir, explicar, convencer, para que las estructuras que promueven la guerra sean más débiles y la decisión de emprender una guerra más costosa.

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Pero ¿podemos seguir siendo pacifistas si somos atacados? El belicismo nos dice que la manera de resolver los conflictos es el uso de la fuerza, que la violencia es la mejor manera de responder a la violencia. Sin entrar en juicios de valor sobre lo que debieran hacer quienes son víctimas de ataques militares, ya que es imposible saber cómo reaccionaríamos nosotros en la misma situación, el pacifismo tiene el objetivo de pensar en respuestas diferentes a la violencia incluso en casos tan extremos como el de la guerra. De hecho, en Ucrania y en los más de 30 conflictos armados que hay en todo el mundo, no hay solo militares y armas, hay población civil en el frente y en la retaguardia, hay empresas, ONG, asistencia sanitaria en primera línea, organizaciones de resistencia civil, de apoyo mutuo, solidaridad entre vecinos y conciudadanos, que sabotean, molestan, dificultan y se enfrentan de muchas otras maneras a los ocupantes.

También están los que huyen, desertan, se esconden y apoyan a quienes se quedan, o toman fuerzas para volver cuando su contribución sea posible, o simplemente escapan de una probable muerte. ¿Acaso no son todas estas opciones tan válidas, dignas y necesarias como la de tomar las armas y luchar en el frente? Ser pacifista es visibilizar estas opciones y darles si cabe más importancia que a quienes optan por el belicismo. Ser pacifista en tiempos de guerra es promover y apoyar las acciones noviolentas, la resistencia civil, la ayuda humanitaria, la solidaridad con las víctimas, para evitar más muertes, y cuestionar que más violencia servirá para llegar a la paz.

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Un año después, la guerra de Ucrania parece emprender el camino largo de muchas otras guerras y cuanto más tiempo pase, más difícil será la paz. Ser pacifista no es querer prolongar la guerra, es mirar atrás y aprender de los errores del pasado. La guerra de Irak -y la Guerra contra el Terror- no han traído un mundo más seguro, sino que han generado más terror que nunca en Oriente Medio y en nuestras ciudades. Ser pacifista es tener la mirada larga para saber qué futuro estaremos dejando a nuestros hijos tras la guerra de Ucrania, es pensar en qué Europa quedará, en cuándo y cómo será reparado el daño, el dolor y el rencor, que no deja de aumentar cada día que se prolonga esta guerra.

No vale ser pacifista según la guerra, o que ser pacifista tenga un significado diferente según el conflicto y los intereses que tengamos cada momento. Ser pacifista es difícil, y más ahora que vamos contracorriente. Las pacifistas no queremos ninguna de las guerras, esta tampoco. Por eso pedimos que los estados involucrados, España incluida, cambien el tablero militar por el de la diplomacia, la negociación y la paz. Cuanto antes lo hagan, antes acabará esta guerra que, pase lo que pase, ya nadie ganará.

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