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Opinión · Otras miradas

El negocio del malismo

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El 8 de febrero de 2006, poco después del mediodía, un avión de la Fuerza Aérea rusa aterrizó en el aeropuerto de Barajas. Los reyes de España habían acudido a recibir a Vladímir Putin, que llegó junto a su esposa Liudmila para rendir una visita oficial. Todo transcurrió en un fugaz jolgorio de himnos marciales, caballos engalanados y condumios en el Palacio Real. El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, mecido por el cálido rumor de los rublos, brindó un atmósfera de complicidad y de homenaje. Alberto Ruiz Gallardón le entregó a Putin la Llave de Oro de la Villa. Es un verdadero amigo de España, dijo el rey Juan Carlos.

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La actualidad informativa era entonces un mosaico de tensiones. El diario danés Jyllands Postem había publicado una caricatura de Mahoma con una bomba por turbante y la cólera islámica se multiplicó en una barahúnda de protestas y embajadas incendiadas. Afganistán humeaba, aún retumbaba el eco explosivo de la guerra de Iraq y los atentados del 11-M eran tan recientes que parecía imposible pasar por la estación de Atocha sin sentir un escalofrío. Frente a las guerras petroleras disfrazadas de santísimas cruzadas, Zapatero había apadrinado la Alianza de Civilizaciones con el patrocinio de las Naciones Unidas.

El panorama español, atravesado por discordias nacionales, también pintaba convulso. Tras una leonina operación de chapa y pintura, el nuevo Estatut de Catalunya avanzaba maltrecho y demediado por la senda del referéndum. ERC estaba a punto de abandonar el gobierno tripartito de Pasqual Maragall mientras los patriotas de pandereta celebraban los saldos del boicot al cava. Pero la derecha estaba fraguando una ofensiva aún más dañina. Tras la caída de Aznar, el PP y la AVT redoblaron la bronca callejera con pancartas que acusaban a Zapatero de haber claudicado ante el terrorismo. Los murmullos del diálogo con ETA sonaban cada vez con más decibelios.

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El día que Putin voló a Madrid, el diario El Mundo se plantó en los quioscos con una entrevista al mandatario ruso. Era un titular que no dejaba lugar a equívocos: “Ningún estado civilizado puede permitirse el lujo de negociar con terroristas”. El periodista Daniel Utrilla le había preguntado su opinión sobre la posibilidad de que ETA ofreciera una paz negociada. La respuesta de Putin es más matizada que el titular. Dice que si una organización abandona las armas tiene derecho al diálogo. Y añade que está dispuesto a abrir los parlamentos a los miembros de la oposición armada chechena siempre y cuando no arrastren delitos de sangre.

La entrevista es rigurosa pero el periódico de Pedro J. Ramírez extrajo el titular de su contexto con la voluntad de estrellarle un puño en la cara a Zapatero. Por eso Putin sale bien parado como ejemplo de estadista implacable frente a ese socialista pusilánime que dobla la cerviz ante ETA y ante Al Qaeda. Las viñetas derechistas lo pintaban como un cervatillo de ojos cándidos. Un ingenuo. Un bambi. José Antonio Zarzalejos, entonces director de ABC, lo acusó de haber extendido el discurso buenista: “Frente al islamismo, la Alianza de las Civilizaciones; ante la realidad de la violencia, el diálogo”. Era el santo y seña derechón: el antibuenismo. El malismo, si se prefiere.

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Desde que los soldados rusos penetraron en Ucrania, la prensa occidental ha suscrito un discurso homogéneo, con esporádicas fisuras, que presenta a Putin inmerso en un insólito arrebato de perversidad o de demencia. Las hemerotecas lo desmienten. Cuando los dignatarios europeos aún lo recibían con honores de emperador, Putin ya tenía un nutrido expediente de guerra y exterminio. En junio de 2000, unos meses después de que Rusia redujeran a polvo la ciudad de Grozni, José María Aznar recibió a Putin en Madrid. Un periodista ruso preguntó por qué España proponía negociar con los chechenos pero no con los vascos. Aznar se salió por la tangente.

En enero de 1995, cuando la artillería rusa se abalanzaba sobre Chechenia con una violencia devastadora, Estados Unidos reclamaba a Moscú un desenlace dialogado y la Unión Europea aprobó una declaración que llamaba “a un cese inmediato de los combates y a la apertura de negociaciones para una solución política del conflicto”. ¿Con qué autoridad moral denigran hoy a quienes reclaman la misma solución, al pie de la letra, para Ucrania? ¿Eran Estados Unidos y Europa unos ingenuos, unos bambis, uno buenistas irredentos, o tal vez siempre actuaron movidos por mero provecho geoestratégico?

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Durante un tiempo, las manifestaciones contra el diálogo en el País Vasco convergieron con los disparates conspirativos que veían en los atentados del 11-M una matriz vasco-islámica. Aquel fue el embrión de la nueva ultraderecha española. Allí se coció la islamofobia que hoy se sienta en el Congreso. Allí prosperaron figuras tan tenebrosas como Santiago Abascal o Rosa Díez en su papel de vascos leales. Francisco José Alcaraz, entonces presidente de la AVT, terminaría representando a Vox en el Senado. "Negociar es claudicar", decía una pancarta contra Zapatero. Hay que poner fin al buenismo, dice ahora la extrema derecha parlamentaria.

En un astuto ejercicio de mistificación, las gacetillas ultras defienden hoy que los lemas contra la guerra son en realidad un espaldarazo a la invasión. Algunos insisten en urdir fantasiosas conexiones entre la izquierda europea y Putin cuando la historia nos demuestra que han sido los conservadores y los social-liberales quienes siempre le han bailado el agua al son de otros bombardeos. Era de esperar que la propaganda oficial aprovechara la invasión de Ucrania para ajustar cuentas domésticas y criminalizar cualquier tentativa de matiz en los discursos. Lo alarmante es que haya voces progresistas adheridas con fervor a esa clase de unanimidades.

¿Dónde están aquellos que se deshacían en reverencias hacia Putin cuando parecía dispuesto a abrirnos las puertas del G-8? ¿Dónde están todos los países europeos —también España— que exportaron a Rusia 346 millones de euros en armas después del embargo de 2014, según denuncia Investigate Europe? Están donde estuvieron siempre, ciegos y obtusos, hambrientos de dinero, practicando el viejo y lucrativo arte de llamar buenismo a la paz desde el pozo sin fondo de todas las hipocresías.

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