Opinión · Otras miradas
Clara Ponsatí y el dilema de la capucha
Periodista
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Llegaron de madrugada, cubiertos con pasamontañas y erizados de armas largas, llamando a todas las puertas para llevarse detenidos a catorce jóvenes vascos. Era el otoño de 2010 y hacía apenas un mes que ETA había anunciado en la BBC un alto al fuego permanente, el que iba a ser por fin definitivo, pero el Gobierno del último Zapatero no se tomó en serio aquel anuncio y perseveró en la senda de los aspavientos policiales, siempre espectaculares y a menudo indiscriminados. A decir verdad, Zapatero ya no pintaba demasiado porque Rubalcaba acababa de tomar las riendas de la Vicepresidencia y nadie contaba con una resolución dialogada.
No vimos las imágenes de la redada hasta los primeros informativos de la mañana, cuando una voz modulada de presentador oficial anunció el éxito de la operación dirigida por Grande-Marlaska. Entonces distinguimos a Ikoitz, o mejor dicho, nos pareció distinguirlo cuando lo sacaron de su casa en volandas, con la cabeza inclinada hacia adelante y un racimo de dedos policiales apretándole la nuca. No pudimos avistar su rostro pero habríamos reconocido aquella sudadera verde entre otras mil sudaderas verdes, aquella capucha cerrada que ya no le protegía de la lluvia de Bilbao sino de las cámaras de la prensa. Era nuestro vecino.
Casi cuatro años después, en un macrojuicio celebrado en la Audiencia Nacional, la Fiscalía retiró los cargos y no apareció a lo largo de las sesiones un solo indicio que permitiera condenar a nuestro Ikoitz. Ni siquiera funcionó el inverosímil repertorio de pruebas que se utilizaron para sostener las imputaciones: bolígrafos, pegatinas, pañuelos, en fin, humo. La absolución llegó con una incómoda mixtura de satisfacción y de rabia. Ikoitz se había comido un año y medio de prisión preventiva por la santísima cara y había denunciado torturas que Grande-Marlaska no supo ver: interrogatorios sin ropa, pistolas en la sien, amenazas de electrodos, amagos de asfixia.
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Ahora leo los periódicos de los viejos días, los días de las detenciones, y no puedo evitar sentir un escalofrío de indignación. Rubalcaba anunciaba con un gesto de suficiencia que había decapitado a “la cantera de ETA”. Al fin y al cabo, esa era la misión de la cacería, ofrecer a la prensa las cabezas de un grupo de novicios abertzales para que los plumillas de sillón orejero y carajillo espolvorearan en sus comentarios un poco de ETA por aquí y otro poco de ETA por allá. Las absoluciones, cuando llegaran, no servirían de mucho porque el proceso mismo es suficiente para dejar en sus víctimas una sombra de sospecha de por vida. Una cruz. Un indeleble sambenito.
El pasado jueves, Ikoitz Arrese debió haber intervenido en un congreso sobre la realidad LGTBI+ celebrado en la Universidad de Valladolid. Su nombre, al menos, figuraba en el cartel junto al de Boti García Rodrigo, Eduardo Fernández Rubiño o Samantha Hudson. No pudo ser. Su intervención quedó suspendida después de que la Junta de Castilla y León, a través del ultraderechista Juan García-Gallardo, reclamara el veto en una carta remitida al rector. El propio Ikoitz terminó por renunciar a su plaza para no perjudicar a los organizadores. Los tertulianos extremocentristas, azote infatigable de la cultura de la cancelación, esta vez no han dicho ni mu.
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Han pasado casi diez años desde la absolución de Ikoitz pero la patulea cavernícola, desde La Falange hasta La Razón, continúa atribuyéndole toda clase de fantásticas actividades criminales. El bulo aún puede leerse en las infumables páginas de Marhuenda: lo llaman “ex etarra” y afirman con letra saltona que fue condenado por pertenecer a la “cantera juvenil de ETA”. Los mismos desatinos pueden encontrarse en la ciénaga digital de ABC, El Español, la COPE o La Voz de Galicia. La asociación de víctimas Covite difundió la noticia falsa hace ya un tiempo y el eco de sus espumarajos sigue corriendo por el ala derecha de Twitter como una cerilla en un campo de trigo.
Durante todos estos años he pensado mucho en la capucha de Ikoitz. En las operaciones policiales hay algo de coreografía y exhibición escénica. Los agentes llegan a la vez que los fotógrafos y la imagen del despliegue, multiplicado en todas las pantallas, se convierte en un mensaje político de extrema eficacia. Dentro de esa coreografía, el detenido cuenta con un derecho menor sobre su propia imagen. Ikoitz eligió cubrirse. Tamara Carrasco, que fue detenida en una operación propagandística contra los CDR, contaba que ella había escogido no esconder su rostro. De uno u otro modo, los aparatos mediáticos no iban a dejar de escarnecerla.
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Después de la redada de Ikoitz hubo otras redadas tan inconsistentes como absurdas. Los jóvenes vascos no iban a poder evitar las detenciones pero encontraron un modo ingenioso de ofrecer un gesto final de simpatía y resistencia. Eran los muros populares. Decenas de chavales trasnochaban abrazados alrededor de otro chaval que ya era carne de comisaría. Entonces llegaba la Ertzaintza o la Policía y empezaba a retirar cuerpos y más cuerpos hasta llegar al objetivo. Aquella táctica se repitió en la parroquia de San Carlos Borromeo de Vallecas durante la detención de Alfon. Lo mismo ocurrió en la Universidad de Lleida cuando se llevaron a Pablo Hasél.
El otro día, cuando detuvieron a Clara Ponsatí, las redes palpitaron con toda clase de comentarios, desde la solidaridad más acérrima hasta la burla más despiadada. Las críticas sonaban previsibles: que si impunidad, que si Mossos con guante de seda, que si opereta preelectoral con regreso exprés a Bruselas. Una vez que el delito de sedición ha mutado hacia el ámbito de los desórdenes públicos, la acusación de desobediencia contra la exconsejera tal vez suene a peccata minuta. Sin embargo, el regreso de Puigdemont podría saltar a los titulares en cuestión de meses. Así al menos lo anuncia Gonzalo Boye. Y ahí otro gallo cantaría.
Entre todas las variaciones posibles de una detención, Ponsatí eligió mostrar su carné de eurodiputada. Con esa puesta en escena, el espectador entendía de golpe al menos dos mensajes: que también los Mossos están al servicio de Llarena y que la inmunidad parlamentaria tiene el valor quebradizo del papel mojado. Además, Ponsatí aprovechaba el golpe de efecto para presentar la página web estatdedret.cat, donde se recogen las abultadas cifras de la represión política, policial y judicial. Y aquí lo mismo cabe Valtònyc que los jóvenes de Altsasu, los heridos del 1-O, los profesores del IES El Palau o el sainete de la Operación Judas.
No importan las simpatías o animadversiones que despierte Ponsatí. Su detención, por mucho que haya resultado fugaz e inofensiva, es un recordatorio de los muchos escollos que quedan esparcidos en el tablero político. Por un lado, los indultos y la reforma del Código Penal no bastan para poner fin a la larga resaca de las soluciones coercitivas. Por otro lado, si bien el Gobierno español se apoya en el bastón de los diputados independentistas, el nudo nacional permanece obstinadamente enmarañado. No hay reformas de estatuto ni perspectivas de referéndum. Y algún día todo estallará y habrá gente que tendrá que volver a decidir si subirse o bajarse la capucha.
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