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Opinión · Otras miradas

Pedro Sánchez, Meloni y la casa sin barrer

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El pasado martes, durante una reunión en el Palacio Chigi, el Gobierno italiano declaró el estado de emergencia con el propósito de agilizar la expulsión de migrantes. La medida durará seis meses y lleva el sello de Nello Musumeci, que hizo carrera como presidente de Sicilia sosteniendo la teoría de la invasión migratoria y que ahora, como ministro de Protección Civil y Políticas Marítimas, ha encontrado la ocasión de correr un oscuro velo sobre los 91 muertos del naufragio de Calabria. El Corriere della Sera le preguntó entonces por la cadena de negligencias que frustraron el rescate. Es un crimen, respondió Musumeci, pensar que los errores han sido deliberados.

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Filippo Miraglia, dirigente de la histórica asociación Arci, sostiene que no existe una emergencia sino un deseo propagandista de alimentar la retórica de la invasión. Y si existiera una emergencia, se trataría de un apuro humanitario. De momento, el Ejecutivo de Meloni ha apartado cinco millones de euros que contribuirán a incrementar las identificaciones y las deportaciones mientras la Fiscalía de Crotone y las organizaciones civiles se preguntan a qué se deben las demoras en los servicios de socorro. El lunes mismo, cuatrocientas personas apretadas en una barca navegaron varias horas a la deriva sin que las autoridades maltesas atendieran las llamadas de auxilio médico.

El estado de emergencia tiene algo de artimaña pirata que permite pasar por encima de las inoportunas garantías legales. Cada vez que se pone en suspenso el orden normativo, se abren las compuertas de la arbitrariedad y asoma un paisaje de espacios opacos donde la ley desatiende los derechos más elementales. Han pasado apenas tres semanas desde que Fratelli d'Italia, el partido de Meloni, propuso despenalizar la tortura porque entiende que la legalidad vigente menoscaba el honor y el buen nombre de los cuerpos policiales. Todo el mundo recordó entonces al joven Stefano Cucchi, que murió en un hospital de Roma con el cuerpo quebrado por las palizas de los carabinieri.

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En los últimos años, Italia se ha aferrado al estado de emergencia para afrontar todo género de eventos excepcionales, casi siempre calamidades de la naturaleza. El Gobierno se atribuye así un conveniente repertorio de poderes extraordinarios que no deben someterse al escrutinio del Parlamento. Atrás queda la emergencia sanitaria del Covid y una polémica restricción de libertades que Giuseppe Conte fue alargando con la oposición furibunda de Meloni. “Una democracia no puede avanzar a base de estados de emergencia”, gritaba en televisión el filósofo y ex PCI Massimo Cacciari. “Bravo, Cacciari”, aplaudía Meloni. “¿Le acusaremos también a él de ser un peligroso subversivo?”.

Al margen de las implicaciones legales, aún desconocidas, el estado de emergencia presenta la apariencia de un mensaje político. En primer lugar, Meloni envía un recado a las autoridades europeas. Tanto Salvini como Meloni o Musumeci han explotado el patriotismo victimista de la Italia desamparada por Bruselas y obligada a defender la frontera mediterránea frente a las hordas bárbaras mientras los países del norte prefieren silbar y mirar hacia otro lado. El debate migratorio resurge como una suerte de órdago justo cuando la Comisión Europea acaba de paralizar la entrega de los 19.550 millones del Fondo de Recuperacion que le corresponden a Italia.

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Pero hay otro factor determinante. El 1 de julio, España tomará la presidencia del Consejo de la UE. Y promete un verano caliente. ¿Alguien recuerda aquel verano de 2019 en que Italia y España se disputaron el papel de matones del Mediterráneo? Salvini brindaba por el bloqueo naval y apresaba a una joven llamada Carola Rackete cuyo único crimen fue desembarcar en Lampedusa con cuarenta personas exhaustas a bordo del Sea-Watch 3. A este lado del mar, el Ministerio de Fomento se oponía a que el Open Arms ejerciera el salvamento en una controversia que salpicaba también al Aita Mari. “En España se dan cuenta de que tenemos razón”, escribía Salvini en Twitter.

La semana pasada, tras el encuentro de Pedro Sánchez y Giorgia Meloni, los periódicos multiplicaron en portada las mismas sonrisas acarameladas y las mismas consignas sobre la custodia de las costas mediterráneas. “La migración irregular es un problema europeo que exige una respuesta europea”, dice un titular de Eldiario.es sin que quede demasiado claro si las palabras corresponden a Sánchez o a Meloni. Lo más inquietante, desde luego, es que cualquiera de los dos pudo haberlas pronunciado. La violencia fronteriza es ese inesperado punto intermedio donde los hijos del fascismo tienden la mano a los hijos de la socialdemocracia.

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Hemos dicho que el estado de emergencia encierra una declaración de intenciones remitida a Europa. Pero en esta exhibición autoritaria hay un mensaje mucho más desnudo y primitivo: la idea subliminal de que las personas que llegan a Italia representan un desastre a combatir con las mismas armas que empuñamos frente a un terremoto, unas inundaciones o una epidemia. El extranjero, reducido a la calderilla de las estadísticas, acarrea un disgusto equiparable a una catástrofe meteorológica. Simplificar los términos de la discusión nos ahorra el incordio de explicar las ramificaciones del neocolonialismo. Es más cómodo denigrar las vidas excedentes que genera la explotación del capital.

Los paralelismos no son inocentes. A la vez que se proclamaba el estado de emergencia, el Consejo de Ministros italiano prometía redoblar la protección del patrimonio cultural. Hay que proteger las fronteras igual que se protege el Coliseo o la basílica de San Marcos. Para que no quepa duda, Meloni difundía ayer un vídeo de tintes sensacionalistas en el que reconocemos con nitidez a los perversos enemigos de nuestra milenaria civilización: los activistas climáticos de Ultima Generazione que han rociado de pintura lavable la pared del Palazzo Vecchio de Florencia o la estatua de Víctor Manuel II en Milán. Fratelli d’Italia pide tres años de cárcel para los ecologistas.

Hay un hilo elástico y pegajoso, como tejido por una araña, que une espacios y lugares de aspecto lejano. El Sea-Watch 3 se parece al Open Arms y Lampedusa rima con el Tarajal. Los náufragos del litoral de Crotone respiraban el mismo aire que dejaron de respirar los muertos de la valla de Melilla. Y a Marlaska se le pone cara de escuadrista cuando azuza a la Brigada Antiterrorista contra militantes ambientales en Madrid o cuando firma el ascenso del guardia civil que dirigió en Intxaurrondo el interrogatorio que llevó a la muerte a Mikel Zabalza. Este año nos llamarán otra vez a votar contra la ultraderecha, pero algunos deberían empezar por barrer sus propias casas.

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