Opinión · Otras miradas
Carta de amor y odio a las madres
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Mi madre no me lee. Así que soy relativamente libre para escribir sobre cómo nos queremos y no tanto.
Le he dado pena, en algunos momentos. No me considero digna de tal cosa y, sin embargo, en una etapa de soledades, me dijo: “Te tienes que buscar a alguien aunque solo sea para pelear”. Lo decía en serio, a pesar de cuánto peleé para que mi padre y ella dejaran de hacerlo. Cuando me lo dijo, me miraba con compasión y su mirada, primero, me hizo gracia, después me dio qué pensar mucho tiempo.
Ella, que tanto había despotricado contra su destino, del que se creyó irremediablemente presa, se estaba dando la razón en el último tramo. No había sido cobarde por no huir, como debió sospechar en muchos momentos; había sido paciente y su indecisión le había llevado a un remanso en el río, a una especie de calma chicha con sabor a victoria, tras décadas de tormentas.
En aquel recodo, mi padre y ella, que tanto se habían odiado, se dieron la mano y se cuidaron, conscientes por fin de que solo se tenían a sí mismos y de que ellos eran su mejor vejez posible, la que les dará cierta coherencia.
Todo este preámbulo rimbombante, sacado de un libro que escribí y guardo en un cajón del que es probable que nunca lo saque, para a renglón seguido poner a parir a mi madre y cagarme en el día de todas ellas incluida yo misma.
Yo no tuve hija, ni la tendré. Puedo seguir idealizando la relación que habríamos tenido. Una siempre cree que le irá mejor que a las de antes. Eso dice la historia si nos dejamos llevar solo por la de los avances. Mis amigas con hijas adolescentes también contradicen, como la historia, esa idea romántica del progreso continuo.
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Si miro para atrás, reconozco que la máquina de la culpa y de rechazo a mí misma que muchas llevamos dentro en mi caso tiene su cara y su figura. Me construí como reacción a ella, primero empujada por ella misma, después a su pesar. Fue y sigue siendo, de cierta forma, mi pilar, el espejo más importante en el que mirarme, el que refleja esa imagen inalterable de entrega absoluta, de trabajo incansable, del amor a través de los cuidados más que por las palabras, de hacer y hacer y hacer y menos hablar, hablar y hablar –¡y tanto leer!– y encontrar en eso el sentido de la vida.
Vivian Gornick nos enseñó a muchas que ni somos ni fuimos ni seremos las únicas que amemosodiemos a la que nos dio la vida. Sus Apegos feroces son una llave para entender la complejidad de nuestras relaciones intergeneracionales con saltos cualitativos tan brutales como los que vivimos de una generación a la siguiente desde los años 50. Ella relata cómo construir una relación a pesar de las diferencias. No esconde que es muy difícil y que queda lejos de lo perfecto.
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Con los años y su lectura he aprendido a dejar de anhelar las conversaciones, las complicidades y las sororidades imposibles, las que no van a ocurrir porque no pueden ser, porque nunca serán cómo me gustarían. Tal vez ya no tengamos que decirnos lo que no nos dijimos. Tal vez solo tengamos que mirarnos y querernos en silencio. Tal vez por eso mi libro nunca saldrá de su escondrijo.
Ahora ya sé que ni ellas –las madres– serán nunca todo lo que nos gustaría, ni nosotros lo seremos para nuestros hij@s. Abrazar esa decepción es amar en serio, es empezar a entender al amor y al tiempo. Darse cuenta ya es una gran victoria. La siguiente es asumirlo y es un salto que tal vez cueste menos que el anterior.
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Según un estudio realizado por un portal online de obsequios varios, los españoles gastaremos de media 78 euros por cabeza para demostrar a nuestras madres que las queremos este día. Ojalá fuera tan sencillo querer como comprar cosas.
Aquí va mi regalo invisible.
Mis padres se están haciendo viejos tan bonito. Se conocen, se toleran, se cuidan mejor que nunca, después de medio siglo. Disfrutan de placeres sencillos. Han descubierto nuevos que les acercan. Leen como si no hubiera un mañana. "Porque, hija, cuando se acerca el final hay que vivir más que nunca", me ha dicho. Ahora dicen te quiero y abrazan, como jamás hicieron. Yo, que quise ser joven de otra manera, ahora quiero ser vieja como ella.
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