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Opinión · Otras miradas

Una historia universal a partir de la suma de voces subalternas

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La editorial Pepitas de Calabaza define el libro ¿Cómo va a ser la montaña un Dios?, de Eduardo Romero, como «un viaje de ida y vuelta por dos universos separados por miles de kilómetros, pero interconectados por varios hilos: el carbón y la minería, el capital y su logística portuaria, la migración y el exilio. Romero traza un puente entre Asturias y Colombia, y nos hace partícipes de una historia real —maravillosamente contada— en la que el “azar global” conecta el destino común de los de abajo».

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Preparaba estos días estas líneas con emoción y mucho vértigo por lo que supone presentar un libro como este, que toca tantos temas: las violencias extractivistas— carbón, minería—, el desplazamiento forzado y el exilio, la corrupción, el colonialismo, las «grandes» familias que se perpetúan en el poder a lo largo de los siglos… Con razón Adrián Almazán, que presentó el libro en Traficantes de Sueños (Madrid), definió el trabajo de investigación que ha hecho Eduardo como una «epopeya intelectual». Eduardo ha leído informes, novelas; ha visto películas, documentales; ha viajado, pero, sobre todo, ha escuchado. Así lo cuenta él mismo en su peculiar bibliografía narrada: «Si de alguna fuente ha bebido mi escritura, ha sido de lo que me han contado un ciento de protagonistas de esta historia». Y también así inicia el libro, con una cita de Alfredo Molano, el gran cronista colombiano, otro gran escuchador y contador de historias: «Escuchar es casi escribir».

Y esta escucha activa es para mí lo más valioso del libro. Sin desmerecer el profundo análisis y la crítica política al sistema extractivista y colonial que atraviesa el relato, o ese estilo que pivota entre la crónica y el ensayo, quiero centrarme en esa «historia real, maravillosamente contada» a la que se refiere la editorial. Eduardo teje toda una historia universal a partir de la suma de voces subalternas. Nos trae las vidas de las protagonistas de ese «azar global», víctimas invisibles de las violencias del capitalismo más salvaje. Y lo hace con profunda generosidad y respeto hacia ellas, reconociendo el valor de lo cotidiano, haciéndolo un elemento central de la historia.

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Eduardo y yo, junto con nuestro amigo Charlie, compartimos varios días en Buenaventura, en el pacífico colombiano. Charlie y yo estábamos allí trabajando y Eduardo vino a documentarse sobre lo que inicialmente iba a ser un artículo sobre el carbón.

Recuerdo a Edu ponerse a jugar a las canicas con los niños de Punta Icaco, calle aledaña al Espacio Humanitario Puente Nayero, donde nosotras trabajábamos; conversar con Katerine, que guarda los recuerdos de los primeros días de la calle y de la constitución del Espacio Humanitario, y con su hijo Breiner; el recorrido por el barrio Nayita, que cuenta con uno de los dos almacenamientos de carbón a cielo abierto de la ciudad; y la visita al Puerto de Buenaventura, acompañadas por el Sindicato Portuario. Aún discutimos sobre cuánto rebasamos ese día los límites de la seguridad.

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Tras leer el libro, Charlie y yo comentamos la extraordinaria atención al detalle que tiene Edu. Escucha y observa con todo el cuerpo, atento a cuestiones que al resto se nos pueden pasar fácilmente desapercibidas.

Este es, en mi opinión, el aspecto más valioso del libro: el amor, el cuidado y la ternura con la que Edu construye el relato. Un enfoque tan profundamente político y feminista que debe guiarnos siempre en nuestros procesos de transformación social.

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