Opinión · Otras miradas
El legado de Asens
Periodista y asesor político
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El adiós de la política de Jaume Asens ha dejado un vacío en el espacio de los comunes y en el panorama político catalán y estatal difícil de llenar. Su adiós ha sido para muchos de sus compañeros un golpe seco en el estómago, de esos que se sienten cuando relaciones importantes que han marcado tu vida se terminan. Han saltado lágrimas, las pocas que permiten el frenético ritmo de la política.
Y no por ser uno de los políticos mejor valorados en los sondeos. Sino porque representaba la confluencia de los comunes mejor que nadie. Impulsor junto a Ada Colau y Joan Subirats de la plataforma Guanyem, semilla de los los comunes, miembro del Procés Constituent de su extrañado Arcadi Oliveres, miembro fundacional de Podemos con Pablo Iglesias, y apreciado en ICV, donde muchos dirigentes de relevancia le tienen en alta estima. Y quizás lo más diferencial, querido también por referentes de otros espacios políticos.
Asens encarnaba la lucha por los derechos humanos. La toma de las instituciones por parte de las plazas que se alzaron el 15M. El compromiso con los márgenes. Destacó en la defensa de tipo de activistas e incluso de delincuentes sociales como El Vakilla. Como abogado penalista, llevó a muchas víctimas de la dictadura, de torturas, de agresiones sexuales, mobbing imobiliario o de delitos de lesa humanidad. Esa era su clientela habitual. De ahí tomó el gusto de ponerse corbata. Algo que algunos de sus propios representados le pedían para sentirse mejor defendidos. Y algo que con el tiempo le singularizaría en el Congreso entre la pluralidad de colores de la izquierda.
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No era un político al uso. No era amigo de las reuniones. Ni de los protocolos. Una vez, como alcalde accidental de Barcelona, echó a correr cuando le seguían dos escoltas, creyendo que eran unos matones de extrema derecha. Era despistado y desordenado. En el tiempo que he trabajado con él ha perdido varios ordenadores, lo que nos mantuvo en vilo por posibles filtraciones. Tampoco era muy dado a seguir los argumentarios, por muy buenos escribas que tuviese. Cuando le mandabas documentos, nunca tenías la certeza de si los había mirado o si le habían gustado hasta que le veías repetir desde la tribuna algunas de tus ideas. Trabajar con él a menudo era una peli de suspense con la única certeza de que, al final, aparecería alguna alguna cita de Albert Camus o Hannah Arendt.
Era un político diésel. Menos cuando se le escapaba el tren en Atocha, no solía hacer sprints cortos. Nunca se desvivía por ser el primero. De hecho, tenía la curiosa habilidad de no salir en las fotos ni siquiera en las que debía estar. Por una especie de timidez o síndrome del impostor, parecía como si los focos le abrumaran y algunas sillas le quemasen. Daba juego y delegaba. Lo que permitía que otros creciéramos a su alrededor. Su profundo compromiso con la intelectualidad -estudió filosofía y políticas- y el equilibro casi enfermizo entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad de Weber, le impedían ir rápido. Pero le permitían mirar lejos. Encontrar consenso donde solo había ruido.
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Sin embargo, Asens se crecía para las grandes ocasiones. Como cuando la Policía arrasó con las urnas y los vecinos el 1 de octubre de 2017 en Barcelona, y supo alzar un dispositivo de atención a los heridos en pocas horas o presentar una querella contra las cargas policiales. Se la jugó defendiendo los derechos de amigos suyos, como Toni Comín, quien fue mano derecha de Pasqual Maragall y hoy en el exilio. Y no dudó en ir a visitar a los presos políticos las veces que fuera necesario, y llevarse con él a Pablo Iglesias, pese al coste electoral que eso podía suponer. Por encima de todo, siempre puso por delante la humanidad y los derechos humanos, a pesar de las discrepancias políticas. Algo que también le pasaría factura política a él con el veto del Presidente Pedro Sánchez a ser ministro. Con el tiempo, sería uno de los artífices de la mesa de diálogo, los indultos y la reforma del delito de sedición, que permitiría bajar la tensión del conflicto en Catalunya y desjudicializar la política.
En el Ayuntamiento de Barcelona impulsó el primer Código Ético. Alzó, junto a otro gran compañero, Joan Llinares, un pionero dispositivo anticorrupción, como la Oficina de Transparencia y el Buzón Ético. Tejió redes municipalistas como la de las ciudades refugio o las ciudades contra la lucha de la impunidad franquista. Puso en jaque con querellas a lobbies inmobiliarios, al CIE de Barcelona o a los defraudadores del Palau de la Música. Cambió la concepción penal de los servicios jurídicos del consistorio, poniendo en el centro la lucha contra el racismo o la homofobia. E impulsó la Oficina por la No Discriminación.
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Su designación como número 1 en las pasadas elecciones generales le obligó a disciplinarse. A ejercer la Presidencia de Unidas Podemos como pacificador de las aguas revueltas de la política estatal. Se esforzó para crecer como orador para lidiar con adversarios de la talla de Sánchez, Casado, Rufián o Arrimadas. Y sintió profundamente la marcha de su admirado Pablo Iglesias de la política, que fue fundamental para que Jaume se subiera al tren de Madrid. Ayudó en lo que pudo al nacimiento de Sumar, siempre desde el respeto y la generosidad, como pieza estratégica entre múltiples espacios llamados a confluir, en un ejercicio de funambulismo político no apto para cardíacos.
Obviamente todo esto no se hace solo. Y Jaume ha tenido a grandes compañeros y buenos equipos. Yo he tenido el privilegio de estar en dos etapas históricas con él, la del primer gobierno en Barcelona de las fuerzas municipalistas del cambio, y el primer gobierno de coalición de la historia de la democracia en el Estado. Hemos soñado juntos proyectos que luego hemos tocado. Hemos combatido derechas y trabajado para conquistar derechos. Y hemos llorado juntos momentos que no hubiéramos deseado. Y sí, por supuesto, seguramente nos hemos equivocado. Pero, por encima de todo, nos hemos respetado, acompañado y querido.
De él me llevo, también, una mirada no sectaria de la política. Flexible. Que pone a las personas por delante de las ideas. Que se pone en el lugar del otro. La honestidad enamora a cercanos y extraños. Y por eso hoy Jaume recibe mensajes de gente muy distinta. En política recibir mensajes de afecto de adversarios o empatizar con ellos no es malo. No te hace compartir sus ideas, no te las contagia, las puedes rebatir con la misma contundencia. Te convierte en mejor político, pero sobre todo en mejor persona. Y esta humanización de la política es también un aprendizaje del que tomar nota para los que la entienden como una apisonadora.
Le conocí hace 8 años. Cuando yo no tenía hijos, era joven y curiosamente le estaba entrevistando hasta que me ofreció trabajo. Hoy le digo “adiós” con una familia. Y creo que todo es posible y que lo mejor está por llegar. Él se va como es: con discreción y elegancia. Y, como dice otro buen amigo de Jaume, el periodista Roger Palà, “no deja la política, sino un cargo”. La política no la va a dejar nunca.
Ha sido un honor ser tu jefe de gabinete, presidente Asens. Però sobretot, ha estat divertit i ha valgut la pena, Jaume. Fins a la victòria sempre!
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