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Opinión · Otras miradas

Maricones en los arrabales del idioma

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Justo estos días, que ando dándole vueltas al miedo, ha caído en mis manos un libro que ha resultado ser una joya tenebrosa. El sexo de sus señorías. Sexualidad y tribunales de justicia de España, de Juan J. Ruiz-Rico (1947-1993), catedrático en Derecho Constitucional. Esta obra, que apareció ante mis ojos en un mercadillo, fue publicada un par de años antes de la muerte de Ruiz-Rico. Es un repaso, pormenorizado, por diferentes sentencias de tribunales españoles sobre asuntos relacionados con la sexualidad, la homosexualidad, el travestismo y un largo etcétera de maneras distintas de vivir. Desconozco qué opinión tenía el autor, en su fuero interno, sobre la homosexualidad, pero en el libro asegura que, según su parecer, “la homosexualidad es solamente una (diversificada) forma de expresión de la sexualidad, minoritaria si se quiere pero que, como tal, no implica nada positivo o negativo”. Él mismo asegura que no ha sido ese el parecer de las leyes españolas históricamente.

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Ahora, que nuestros derechos parecen estar, una vez más, en riesgo, quizá conviene recordar qué ha opinado la justicia española sobre nosotras. Algunos datos recogidos aquí y allá: El fuero de Cuenca (1190) condenaba bajo pena de muerte en la hoguera a las personas que “se viciaran por el ano”. El Fuero Juzgo –código legal elaborado en León en 1241 bajo el reinado de Fernando III–  y el Fuero Real –texto promulgado por Alfonso X de Castilla para homogeneizar las leyes vigentes– castigaban la homosexualidad con la castracción. Los Reyes Católicos ordenaron en 1497 que fuera quemado un individuo acusado de un delito “no digno de ser nombrado” y, durante la Inquisición, ni siquiera podemos aproximarnos a saber cuántas personas pudieron ser condenadas por sodomía. Sin embargo, a excepción del código penal de 1928, ninguno –excepto el Código de Justicia Militar– ha condenado directamente la homosexualidad como un delito. Eso sí, se han llevado a cabo distintas estrategias para condenarnos al ostracismo, para imponernos castigos y penas de todo tipo.

Juan J. Ruiz-Rico asegura en El sexo de sus señorías. Sexualidad y tribunales de justicia de España que “no hay un solo comportamiento sexual delictivo (exhibicionismo, abusos deshonestos, violación) que merece un lenguaje tan duro como el que emplea el Tribunal Supremo para referirse a este grupo con un comportamiento sexual que, en cuanto tal y si no existen determinadas circunstancias, ni siquiera es delito. Por tanto, la animadversión a los homosexuales tiene tal entidad que donde no es posible efectuar una condena jurídica se formula una intensa condena moral”. Pero la estrategia siempre ha sido la misma y, ojalá me equivoque, lo seguirá siendo: Si no existen circunstancias, se provocan.

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Es curioso porque el autor dice que esa beligerancia es propia de las condenas relacionadas con actos de homosexualidad entre dos hombres –hablaremos más adelante del único caso que encontró de lesbianismo– y ni siquiera se presenta tan violento en las sentencias relacionadas con las personas trans. Según sus palabras, puede deberse a que las primeras sentencias relacionadas con la transexualidad aparecieron ya con la Constitución, pero cree que con ese argumento se queda corto: “Hasta hace poco tiempo la jurisprudencia –y seguramente la sociedad– no reconocía al transexual como tal; más bien lo confundía con un homosexual de la especie ruidosa”. Tremendo.

En sentencias de tribunales españoles podemos encontrar todavía alusiones a la homosexualidad como “anormalidad o desviación sexual”, “antinatural práctica”; “vicio antinatural”; “vicio nefando” –que resulta abominable por ir contra la moral y la ética–; de “naturaleza enfermiza”. Recuerden: sin ser considerado delito. Las leyes de Vagos y Maleantes primero y la de Rehabilitación y Peligrosidad Social tampoco entendían la homosexual como delitos sino como faltas y, por eso, no se aplicaban ‘penas’ sino medidas de rehabilitación. 

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Grave vicio sodomítico

En 1970 se publica una sentencia que, según Ruiz-Rico, solo refleja la posición que mantenía la sociedad española en ese momento ante la homosexualidad. El caso es que un tipo denuncia a otro porque le ha llamado "maricón". El denunciado, además, decía que podía demostrar el "grave vicio sodomítico" del denunciante porque lo había encontrado "con un tío" con los calzoncillos a la vista. El Tribunal aseguraba que ese "maricón" se trataba de una expresión creada "en los arrabales del idioma", pero que no podía presentar un "propósito injurioso" por sí mismo. Eso sí, asegurar que le había visto en esa actitud sí que constituía una grave injuria al atacar su “dignidad varonil y su buen nombre”. En otra ocasión, en 1964, un hombre denuncia a otro por haber tratado de besarle en una habitación. Tras el escándalo del ofendido, el Tribunal declara que su actitud estaba completamente justificada pues había reaccionado a “tiempo contra la perversidad sexual de su atacante”. 

Los ejemplos se suceden en El sexo de sus señorías. Sexualidad y tribunales de justicia de España, pero, a pesar del ejercicio de buceo en la jurisprudencia, Ruiz-Rico solo encuentra una sentencia relacionada con el lesbianismo. En este caso, la demandada es acusada de corrupción de mujeres. La procesada, de la que no sabemos qué edad tenía entonces, era acusada de iniciar en “prácticas homosexuales” a una niña de trece años. Tras tres años manteniendo relaciones, ambas escaparon de su ciudad natal y estuvieron 18 días escondidas en otra ciudad andaluza hasta que el padre de la más pequeña dio con ellas. Esto, aseguraba el Tribunal, fue tiempo suficiente para "para producir los peculiares efectos degradadores de la moral sexual" y producir en ella "secuelas que en su formación normal e inestabilidad psiquiátrica".

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Acusada de corrupción de menores, en 1978 presentó un recurso de casación que no fue admitido a trámite. Aseguran que "la víctima" fue "pervertida y desviada" "de sus naturales inclinaciones", que continuó con dichas relaciones “en relativa clandestinidad” hasta que trascendieron “únicamente ciertos rumores”. Tanto el vecindario como las familias sufrieron “los naturales sentimientos de escándalo y reprobación”. La más mayor fue condenada a “tres años y siete meses de prisión menor, seis años y un día de inhabilitación especial, con sus efectos genéricos y en los concretos para todo cargo que lleve consigo educación o guarda de menores y 10.000 pesetas de multa”. 

Dónde estarán ahora

Justo estos días, que ando dándole vueltas al miedo, propongo que estemos más atentas que nunca a cómo retuercen las palabras porque, en el fondo, lo único que pretenden es ahogarnos. 

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