Opinión · Otras miradas
Isabel Díaz Ayuso y la compasión
Doctora en Ciencias Políticas y Sociología. Editora y ensayista
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Meses antes de que la covid-19 hiciera acto de presencia en mi familia buscábamos una residencia para mi abuela Nieves quien, pasados los noventa, necesitaba mucha más atención y cuidados de los que podíamos darle. Tuvimos mucha suerte. Encontramos plaza en una vivienda de mayores en su pueblo natal, en la provincia de Ciudad Real. Una vivienda despejada, con un número muy reducido de ancianos en un pueblo de unos cuatrocientos habitantes. La covid-19 no entró, durante el tiempo que duró la pandemia, en la casa en la que vivió mi abuela. Tampoco pudimos hacerlo nosotros, sus familiares, por el aislamiento y las medidas de protección que salvaron tantas vidas. Fueron cerca de dos años de separación forzada, dolorosa y desesperante para todos y muy desestabilizadora para ella.
La pandemia me robó los últimos años de vida de mi abuela, la mujer con la que me crie. No verla fue devastador. En las conversaciones telefónicas que manteníamos ambas encontrábamos consuelo en una única idea: mi abuela Nieves no estaba en una residencia de Madrid y sabíamos que eso le estaba salvando la vida. No puedo ni imaginar la angustia, la desesperación y el sentimiento de injusticia con la que viven hoy las familias de los 7.291 mayores que murieron en residencias públicas en la comunidad autónoma que preside Isabel Díaz Ayuso.
No me cabe en la cabeza que la presidenta no haya mostrado hacia esas familias ninguna clase de compasión. Me causa rabia y tristeza que Ayuso rehuyera sus responsabilidades mientras montaba una campaña de comunicación para ensalzar su figura teatralizándose, llorosa, cual plañidera devota al tiempo que 7.291 ancianos morían abandonados y solos. Y por encima de todo me provoca una gran indignación política que Ayuso siga sin rendir cuentas. Hay que exigirle responsabilidades; hay que hacerlo.
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Traigo a colación este asunto porque como a nadie se le habrá escapado Ayuso, después de unas semanas con un perfil mucho más bajo del que acostumbra, ha vuelto a la palestra tras sufrir un aborto espontáneo. La presidenta ha decidido, por razones que solo ella y su jefe de comunicación conocen, dar la noticia trasladándola con una intención deliberada y consciente de despertar empatía. Al titular Ayuso “pierde el bebé de ocho semanas que esperaba” El Mundo da por sentado que el aborto espontáneo de Ayuso lo ha sido de un embarazo deseado. Hablar de bebé para hacer referencia a un embrión de ocho semanas es la manera de poner el énfasis en que la pérdida no es solo un suceso físico en la vida de la presidenta sino también un acontecimiento afectivo y psicológico.
Las redes se han hecho inmediatamente eco del asunto y, a través de ellas, se han expresado toda clase de opiniones y dado rienda suelta a emociones de lo más diversas. Hay quienes han aprovechado para recordarle la importancia de la sanidad pública, quienes le han expresado su solidaridad, simpatía y cariño y quienes, desacomplejada y extemporáneamente, han aprovechado la circunstancia para atacarla conectando las muertes de ancianos en residencias públicas de Madrid y la pérdida que acaba de sufrir la presidenta. Desde la suspicacia y, sobre todo, desde la incomodidad que todo esto me ha provocado propongo rescatar un debate necesario en torno a la democracia, la política de las emociones y, muy particularmente, una de ellas: la compasión.
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No parece posible rehuir el papel de las emociones en la política de nuestro tiempo. El giro emocional de la política es algo con lo que hay que convivir y que es necesario integrar en los análisis y en la producción de discursos. La compasión, una emoción central en la articulación de las relaciones humanas y de la vida en sociedad tiene sus valedores en una escuela de filosofía y teoría política que recorre un arco que lleva, por mencionar a dos de sus representantes más celebres, de Rousseau a Martha Nussbaum. Mientras que para este tipo de pensadores la compasión es la virtud política por excelencia en democracia y el eje sobre el que se construye la justicia social, para sus detractores la compasión —junto con emociones vicarias como la pena, la simpatía y la clemencia— lejos de cumplir lo que se espera de ella —que empaste sociedades y decante visiones integradoras del mundo— puede incluso provocar el efecto contrario. Es decir, para sus críticos la compasión es arbitraria y poco confiable, provoca victimismo y desmoviliza en la medida en que neutraliza la capacidad de actuar al centrar la energía en la denuncia de un agravio o injusticia en lugar de en la superación de un problema.
Fue Hannah Arendt quien, evaluando las dimensiones del terror experimentado por las sociedades occidentales en la segunda mitad del siglo pasado, advirtió que la compasión puede impedir los procesos exigentes y complicados de deliberación que la organización jurídica y política de una democracia verdadera requieren. En nombre de la compasión, y por la urgencia que imprime la necesidad de resolver una situación de sufrimiento, se pueden cometer verdaderas tropelías mediante el recurso a la violencia. La compasión, en la perspectiva de Arendt -cuyos esfuerzos se dirigían a reintroducir la racionalidad en política después de la barbarie de los años cuarenta- puede desatar una crueldad mayor que la crueldad misma.
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Y en este punto creo que estamos con relación a la persona de Isabel Díaz Ayuso. La compasión de la que ella y su gobierno adolecieron pero que, obviamente, una parte importante de la sociedad experimenta por los ancianos desatendidos y muertos en las residencias moviliza una crueldad improcedente respecto de la presidenta. Solo el odio puede reconciliar magnitudes tan dispares como las que representan el sufrimiento y la muerte de miles de personas y la interrupción de un embarazo incipiente por muy deseado que sea. Quienes incurren en el revanchismo personal están banalizando y restando gravedad a las muertes de ancianos sin asistencia médica y están, aunque simbólica e inadvertidamente, renunciando a la democracia, al Estado de derecho y a la política misma.
Muchas esperamos que Isabel Díaz Ayuso responda por lo que le sucedió a 7.291 mayores que estaban bajo su responsabilidad última durante la pandemia. Lo sucedido es insoportable, es gravísimo, es una verdadera tragedia. Por compasión con estas personas exigimos una rendición pública y política de cuentas. La política no debe ignorar las emociones sino gestionarlas dándoles un lugar en democracia, un espacio, una salida, una respuesta. No dejemos que nos arrebaten la humanidad; no seamos como ellas. La compasión o la solidaridad no justifican el odio o la vendetta personal en política porque, no sé vosotras, pero yo no quiero verme reflejada en el espejo en el que se mira la presidenta.
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