Opinión · Otras miradas
Piglia y el oficio de escribir
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Juan M. Pericàs
Periodista
Esta semana han muerto John Berger y Ricardo Piglia. Qué me hace escribir sobre la desaparición del segundo y no del primero, no lo sé bien del todo, pero probablemente no tenga que ver con motivos racionales, ni siquiera emocionales, sino con algún mecanismo disparatado, como el que me lleva a creer que Piglia podrá entender este artículo, mientras que Berger no. De hecho, ahora que lo pienso, tal vez debería escribir este artículo en inglés para que ambos lo puedan leer… En todo caso, con esta broma quiero rendir homenaje al gran sentido del humor y al optimismo del que ambos dieron ejemplo.
Ricardo Piglia nació el 24 de noviembre de 1940 en Adrogué, provincia de Buenos Aires, y falleció el pasado viernes, 6 de enero de 2017, a consecuencia de una enfermedad neuromotora degenerativa (ELA), diagnosticada poco más de tres años antes. Como suele suceder en estos casos cuando alguien vive en un país sin sanidad pública, gratuita y universal, algo que estamos en riesgo de que nos ocurra en un lapso muy breve de tiempo a los españolitos de a pie, hubo quilombo, como dirían en Argentina, con su prepaga o mutua aseguradora, que no quería costearle la importación de los fármacos que requería su poco frecuente enfermedad. Dado que las comparecencias públicas de Piglia en estos últimos años han sido muy escasas (aquí recogió el Premi Ciutat de Barcelona en 2014 y el Formentor en 2015) y sus escritos inexistentes desde la publicación de El camino de Ida en 2013 y los prólogos a sus diarios más recientemente, no sabemos qué tal se haya tomado esa broma de mal gusto. Yo creo que muy probablemente la habrá incluido entre otras manifestaciones que corroboraban su “Teoría del complot”, según la cual, en una parte importante de la literatura de la que él bebió (Borges, Arlt, Macedonio Fernández) se perfila una tendencia a la conspiración en contra de la inmensa conspiración que constituye el sistema capitalista.
En los libros de Piglia podemos hallar buenas dosis de una locura sistémica que lleva a sus personajes a oponer otra forma de locura. Atracadores quemando un botín, profesores universitarios asesinando refinadamente a sus compañeros o aficionados a los tiburones blancos como animales de compañía, poetas melancólicos, desgarrados por la muerte de su esposa, que crean máquinas de narrar diabólicas por las que se rige un Estado despótico, la vinculación anacrónica de Hitler y Kafka por parte de un polaco rompe la cadena de alienación de una saga familiar y un asesino fabricante de autos que defiende la usina de la especulación inmobiliaria son algunos de los personajes principales de sus novelas.
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En su narrativa, Piglia trató siempre de construir artefactos perfectos, “formas breves” hechas de “crítica y ficción”. Se esforzó permanente por moverse en tierra de nadie, buscando una postura equidistante entre la búsqueda, la construcción de sentido, de un verdadero sentido, (no de uno cualquiera, lo cual lo aleja de las veleidades posmodernas), y de un compromiso con la realidad que no se parecía en nada al sartreano (lo que a veces da lugar a equívocos entre los lectores de la izquierda oficial). Ello dota a la obra de Piglia de una originalidad de la que carece prácticamente cualquier otro autor en lengua española de los últimos cuarenta años. Su artefacto más perfecto, sin embargo, son probablemente los diarios de su álter ego Emilio Renzi, en los que volcó su vida, pasada por cedazos cambiantes y con un tono con el que siempre aspiró a alcanzar el punto justo de alejamiento con respecto a los sentimientos y la realidad. Otro mecanismo de transmisión del extrañamiento frente a la vida tal y como se nos presenta. La historia personal, literaria y política de Piglia-Renzi, se totaliza al recorrer retrospectivamente las páginas transcritas de esos cuadernos de tapa de hule negro, en las que nos topamos con series discontinuas de todo tipo: de amistades, de amores, de determinados autores, de géneros, humores, temas de actualidad, visiones sobre la vanguardia y arte o sobre la política. Piglia, historiador de formación, aunando grandes dosis de brillantez e inconsciencia, también creó con sus diarios un artefacto perfecto, desde el punto de vista histórico que encontramos en las Tesis de la filosofía de la historia de Benjamin. Si no han leído nada de Renzi, quiero decir de Piglia, no duden en empezar por los fragmentos de los diarios que se han publicado hasta la fecha.
No puede extrañarnos que de un autor con influencias tan diversas y profundas como la literatura norteamericana del siglo XX, Pavese, Tolstoi, los estudios de historia, la academia norteamericana, las novelas policiales estadounidenses (de las que fue pionero en su divulgación en el mundo de habla hispana), Borges, Marx, el periodismo, sus amigos (David Viñas, Rodolfo Walsh, León Rozitchner o Manuel Puig, entre otros), Onetti, Gombrowicz, Arlt, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández, Brecht, las nuevas tecnologías, Mumford Lewis, Kafka y otros tantos personajes y otras tantas cosas, naciese una obra “fuera de lugar”, como él esperaba que estuviera. Su intento fue toda la vida el de aprender a leer y tratar de enseñarnos a nosotros. No quiso generar una doctrina, sino incorporar y compartir que la lectura y la escritura cambian a medida que lo hace el oficio de vivir y que éste, aunque se viva como una ficción, está condicionado por los mundos que se (nos) construyen. Renzi simboliza en sus cuentos y novelas la manera de leer que tenía en cada momento, es el termómetro en el motor su nuevo artefacto.
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Nos ha dejado alguien que se dedicó a dibujar elipses toda su vida con el brotar lento de su escritura. En ocasiones, la trayectoria de la elipse se desviaba y un círculo se cerraba. Un ejemplo: Piglia “fundó” su memoria literaria en la estación de ferrocarriles de su pueblo natal, donde supuestamente un día, siendo aún muy niño, se habría cruzado con Borges, quien le habría hecho una broma. Tres o cuatro veces más coincidirían a lo largo de su vida. En una de ellas, Piglia le ofreció unos emolumentos por ir a dar una conferencia a la que entonces era su facultad. Borges le dijo que el dinero que le ofrecía era demasiado, que cobraría la mitad. Al cabo de un rato, cuando se despidieron, Borges ironizó con el alivio que le suponía “el descuento que había conseguido”. Piglia, que estuvo obsesionado con la vanguardia, también lo estuvo con la tradición. Para él, Borges simbolizaba ambas cosas. Por eso fue hacia y volvió de él tantas y tantas veces, criticándolo e imitándolo, como cuando contestaba socarronamente a la pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta con “uno para aprender a construir botes”. Espero que hayas escogido bien, maestro, y te hayas llevado un cuaderno infinito con tapas de hule negro.
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