Opinión · Otras miradas
Una ley atroz de la maternidad
@LaCrono__ en Twitter
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Mi hija necesitaba ropa negra para su empleo de este verano. En una tienda juvenil de nombre impronunciable y banda sonora insufrible, se probó un vestido negro, ajustado y largo que la convertía en sílfide. Le dije que no era adecuado para trabajar, por incómodo, y que mejor iría con pantalones y camisetas. Adivinen qué. Exacto. Ese es el vestido que lleva mínimo cuatro días por semana a su trabajo. Y, en resumen, esto sería maternar: criar y educar a una persona para que aprenda a pasar de tu culo.
La madre naturaleza manda con antelación algunos mensajes para que el cuerpo y el alma preparen el proceso. Un día das a luz y al siguiente vas a cargar a tu hija y descubres que los bíceps ya no dan y la espalda te pega un crujido que te deja en el sitio. Te resignas entonces a no volver a cogerla en brazos y poco tiempo después la criatura te dice que se va a dar una vuelta. Cuando preguntas con quién te dice que con gente, cuando preguntas adónde van te dice que por ahí y cuando preguntas qué piensan hacer te responde: "hablar".
Es ley de vida, una ley atroz en la que los hijos se desligan de sus madres como quien suelta lastre, que nos demuestra que es posible un desamparo aún más palpable que aquel que se siente al salir del hospital con tu retoño envuelto en un arrullo. Al menos en la primera infancia nos llueven sugerencias de toda índole, se organizan grupos de apoyo, hay secciones en revistas y programas de televisión, decenas de libros e innumerables páginas web que nos explican cómo alimentar, entretener, dormir, sacar los mocos, bañar y, en definitiva, torear a un bebé.
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Como no existe nada más automático que vivir, nuestros hijos salen adelante y así una mañana te ves preparando un bocadillo de grandes dimensiones para un ser humano que te pasa dos cabezas. Echas cuentas y te sale que han transcurrido quince o dieciséis años, te preguntas hasta cuándo toca prepararle a una hija el bocadillo del recreo y continúas echando aceite porque no tienes ni idea ni hay nadie alrededor que pueda orientarte. Todo son recursos para la crianza hasta que llega la adolescencia. Ahí escurre el bulto hasta el apuntador.
Bien por intuición o bien porque lo has visto en esas películas americanas en las que los padres dicen a los hijos «siéntate, tengo que hablar contigo» para tratar asuntos de gravedad como el baile de fin de curso o el precio de la crema de cacahuete, te da por pensar en los temas que deberías abordar con la niña antes de que huya para siempre. Si no lo haces, corres el serio riesgo de que se deje influir por esos youtubers y tiktokers criptofascistas y que en el futuro se vea en la ruina moral, económica y humana.
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Por mucho que haya hablado sobre sexualidad con mi hija desde que tiene uso de razón, me parecieron imprescindibles unas últimas indicaciones sobre el disfrute del sexo. La verdad, no sé por qué se escapó pasillo arriba al grito de «¡Basta, mamá!¡Basta!¡No quiero oírte!» cuando intenté explicarle que las mujeres tenemos muchísimas formas de pasarlo bien con nuestros cuerpos y que la penetración, aparte de no estar en el top ten del gozo, nos puede traer no pocos problemas de salud e incluso un percance llamado gestación.
Nuestras charlas más recientes se centran en el mundo laboral, donde se estrenó el pasado año. Qué triste es recordar a la cría que el trabajo será un eje central en su vida y que a veces -no me he atrevido todavía a confesarle que es siempre- hay que aparcar ideales para que entren las algarrobas en casa. A fin de cuentas, buena parte de la crianza gira en torno a garantizar su propia subsistencia como adultos, lo cual, en esta sociedad capitalista, se resume en enseñarles a ganar dinero.
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Me fastidia, eso sí, que nadie me diga qué tal se le da en su trabajo veraniego. Desde su nacimiento he recibido informes que van mucho más allá del expediente académico. He sido informada de cómo come, de cómo baila, de cómo juega y, en un pasado no tan remoto, hasta de cómo hace caca. Y ahora que por fin efectúa la importantísima labor de ganar pasta, hala, silencio administrativo.
Cuando comento que tengo una hija adolescente hago una pausa dramática por si alguien arranca a aplaudir. Sin embargo, con frecuencia recibo comentarios de alivio: «Qué suerte, ya la tienes criada». En esas ocasiones, intento que no adviertan las arenas movedizas bajo mis pies ni el moco de elefante que recubre las lianas con las que trato de aferrarme al mundo, respondo que así es y trago saliva flojito, que no se note el nudo que se me ha enquistado en la garganta.
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