Opinión · Otras miradas
Pena, dolor y rabia
Socióloga
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Begoña Marugán
Socióloga
No por esperada la noticia fue menos dolorosa. Ya en el año 2006 el hoy desaparecido, por obra y gracia de los recortes, Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia alertaba de que los feminicidios –mujeres asesinadas por millón- en todo el mundo estaban aumentando y que además se estaba produciendo un rejuvenecimiento de las víctimas. En nuestro país esta tendencia se constataba en la violencia contra las mujeres por parte de sus compañeros o ex compañeros. Hasta 2009, los datos sobre denuncias y asesinatos ponían de manifiesto estos hechos. Cada vez eran más y eran más jóvenes. En los años 2011 y 2012 las asesinadas de menos de 31 años fueron el 28 y el 29% respectivamente. En 2012 una de cada cuatro mujeres asesinadas tenía entre 21 y 30 años. La última Macroencuesta sobre violencia de género encargada por el Instituto de la Mujer al Centro de Investigaciones Sociológicas señalaba que el porcentaje de edad que declara haber sufrido maltrato con más frecuencia son las mujeres que tienen entre 25 y 29 años y las que tienen entre 40 y 44 años. Las profesionales que redactaron el informe explicaban el uso de la violencia como instrumento de control social y dominación masculina en el caso de las mujeres de más de 40 años, sin embargo, la explicación se complicaba para las más jóvenes. Para los hombres de menos de 31 años la exhibición del poder en sus diferentes formas es una cuestión de reputación. Se reproduce aquí lo que la Escuela de Frankfurt apuntó como un fenómeno propio de la psicología de masas en los periodos de crisis: aumentan mucho “las personalidades autoritarias”, es decir, aquellas personas que son muy sumisas con sus superiores y muy autoritarias con aquellos a quienes consideran inferiores.
A esta interpretación de carácter coyuntural habría que añadir los mitos y creencias patriarcales tradicionales que perviven por los siglos de los siglos. El Informe Igualdad y prevención de la violencia de género en adolescentes, presentado en 2010 por la Universidad Complutense y el Ministerio de Igualdad —realizado a 11.020 alumnos y alumnas de entre 13 y 18 años— ponía de manifiesto la perpetuación de comportamientos violentos en las relaciones de pareja en los adolescentes. Casi una de cada diez chicas dijo haber vivido situaciones de maltrato y un 13% de los chicos reconoció haber ejercido dichas actitudes con las chicas. El 23% de los chicos se mostró bastante de acuerdo en que “es justificado agredir a alguien que te ha quitado lo que es tuyo” y un 35% de ellos pensaba que “controlar todo lo que hace tu pareja no es maltrato” e incluso un 11% creían que un hombre agresivo es atractivo.
Todas estas cifras y porcentajes, estudios e informes me vinieron a la cabeza cuando supe recientemente que una joven de 19 años fue encontrada muerta en su vivienda de Lorenzana (León), al ser presuntamente asfixiada por su novio de 29 años. Entonces pensé que nadie debería morir antes de los 20, en lo injusta que es la vida y lo cruel que es el destino. Sentí rabia por esta nueva muerte, como la había sentido el año pasado en noviembre cuando di talleres y conferencias sobre la violencia contra las mujeres. En todos y cada uno de estos actos apareció alguna joven a contarme su dolor y encima su vergüenza por dejarse maltratar. Siento la rabia que se siente cuando después de llevar años luchando por un mundo mejor, con otras miles de mujeres de mi edad, veo que las generaciones que nos siguen experimentas relaciones tormentosas con grandes dosis de violencia y sumisión. Pero además de rabia, esta mañana sentí pena. Sí, sentí pena por un joven de 29 años que debería disfrutar de la vida y en este momento parece ser el presunto asesino de su pareja, pena porque no sé qué tienen los chicos en la cabeza, pena porque las que pretendemos el cambio estamos fallando, y pena porque en este momento no sólo se está acabando con las instalaciones, servicios y programas desde los que se intentaba prevenir la violencia, sino que además parece hacerse bandera de la diferencia en un intento de volver a meter a las mujeres en sus casas mediante una serie de reformas laborales y de imponer “su recato y su decencia” por todos los medios.
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