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Opinión · Otras miradas

Orgullo patrio rojo 

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Manifestación contra la violencia machista convocada en Madrid por la Comisión 8M. / Víctor Lerena (EFE)

Los que no creemos en las patrias como grupos de autoafirmación y desprecio del otro tenemos difícil el orgullo patrio. Siempre parece supremacista, competidor, simplista, vacuo. Hay tantos países en cada patria, tantas Españas en esta España, tantas realidades, tanto todo, tantas nadas que es imposible estar orgullosos del completo y de toda su historia. Y, además, es que el orgullo patrio de aquí es solo una convención de derechas. 

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Sin embargo, esta semana he sentido algo que podría llamarse así. Eso que te pasa cuando en tu lugar, con tu gente, con las personas que más compartes, por decisiones colectivas, ocurren cosas dignas de tu respeto, de tu admiración, de tu alegría. 

Viendo cómo por fin llegaba el nuevo Gobierno de coalición he caído en la cuenta de cuánto significa más allá de lo poco o mucho que consiga. De repente trascendí sus peros, que no son pocos, y sobrevolé todas las incomodidades e inconvenientes para hacerme consciente de su mayor logro: evitar lo que no pudieron otros. No sabemos todavía qué podrá llegar a aprobar con tantas fuerzas implicadas para la consecución de mayorías; sí sabemos lo que ha evitado ya por el mero hecho de existir, porque este país votó como lo hizo el 23 de julio.

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Y es que en las tensas negociaciones por los votos que faltaban, en los pataleos de los que no han conseguido gobernar, en los fuegos de los que en este país siempre pierden mal —y no sólo en la derecha— se me había perdido la desesperación de antes de votar, el miedo al Gobierno de la ultraderecha con un neofranquista en la Vicepresidencia, el apocalipsis político que supimos evitar y que otros no han sabido. 

Reencontrada la amenaza, me acordé de los que esperan una eutanasia o un aborto o una ayuda como mujer maltratada o el ingreso mínimo vital. Pensé en los menas (menores no acompañados) que ahora pueden aspirar a trabajar cuando se hacen mayores de edad y les echan de los centros de menores, en los sin papeles que pueden conseguirlos si estudian y buscan trabajo. En cómo desandaríamos el camino de reconciliación en Catalunya. En las mujeres que conozco de tantas asociaciones feministas y de cuánto habían temido que llegaran los otros. En todos los proyectos sociales que estaban en suspenso y que habrían sido fulminados. En el machismo engominado que se envalentonaría aún más. En el discurso antisanchista de señalamiento y en la estrategia de mentiras e insultos que habría vencido sembrando un precedente social que crecería como la maleza. En ese orgullo oscuro y viscoso —presuntamente patrio— que nos habrían restregado por la cara a todos los rojos. 

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Después levanté la cabeza un poco más y vi a los ultras Milei y a la pobre Argentina y a Wilders y a la rica Países Bajos y sus pelazos; y comparé los menguantes altercados en Ferraz y en otras sedes socialistas con la batalla campal de ultraderecha que los irlandeses han sufrido esta semana como reacción a una agresión a tres niños y a una maestra a puñaladas por un presunto inmigrante, con un balance de 34 detenidos que quemaron vehículos privados, coches de policía, autobuses y vagones del tranvía y saquearon 13 comercios del centro de la capital. 

Y entonces me recorrió una especie de corriente eléctrica que me erguía, un algo que me hizo recordar que somos mayoría los que vimos venir el peligro y le pusimos freno. Me dio satisfacción pensar que este país, con todos sus peros, no está mal económicamente, ni tan mal repartido, ni tan desquiciado, ni tan vengativo, ni tan loco. 

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Y cuando todavía seguía estirándome por los restos de ese orgullo rojo, Pedro Sánchez se plantó en Israel y le dijo a Netanyahu lo que nadie le había dicho y lo que este Gobierno israelí no puede digerir de ningún modo. Y no fueron solo palabras certeras, valientes y calmadas; fue su propuesta de pelear por el reconocimiento de un estado Palestino en Europa y su promesa de que pase lo que pase España lo reconocerá. 

No me he medido pero creo que he crecido, que, a mis casi cincuenta tacos, estoy más alta a base de esta especie de orgullo. Y seguramente más de media España también lo está. Y aunque pueda ser efímero hoy nos siento más erguidas, más en nuestro eje, más conscientes de nuestra altura y de nuestro lugar en la historia y en el mundo, aquí y ahora. Esta vez dijimos “No pasarán” y no pasaron y vamos a intentar que no sigan pasando en otros sitios. 

El orgullo nacional de los que creemos más en las personas que en las banderas debe ser esto y ¡qué gusto da!, oiga.

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