Opinión · Otras miradas
La bondad de Clara
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Clara sabe organizarse y siempre termina a tiempo sus tareas, habla con corrección a profesores y compañeros, es estudiosa, educada, cumplidora, responsable, madrugadora y ordenada. Clara es, en resumen, más buena que el pan.
Acaba de entregar el trabajo de final de bachillerato, y lo cierto es que está agotada. Se le ha juntado esta entrega con los exámenes trimestrales y lleva varias noches durmiendo poco y mal. Está tan cansada que en lugar de salir al patio se queda a descansar en la biblioteca. Allí se encuentra con Gabriel, que anda estresado porque aún le faltan varios apartados de su presentación.
–Nos ponen demasiados deberes –susurra.
Ella asiente y le ofrece su ayuda. Ya saben: es muy buena. Gabriel, al principio, le dice que no importa, que está a punto de terminar. Sin embargo, tanto resopla y aspavienta al volver a la tarea que Clara decide acercarse.
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Echa un ojo a la pantalla y ve tal cantidad de faltas de ortografía que no puede evitar pedirle que corrija aquí y allá. A los dos minutos, es ella la que se sienta frente al ordenador mientras él la observa, entre avergonzado y admirado. Finalmente, Gabriel consigue imprimir su trabajo y entregarlo dentro del plazo.
Clara se siente bien. Le gusta ayudar a los otros. Además, Gabriel es su amigo. Podría esforzarse más, eso no tiene discusión, pero ella ha aprendido a apreciarle como es: ruidoso, caótico y excesivo. Por otra parte, no desentona con el resto de los compañeros de clase que son, por norma general, más alborotados e impulsivos que las chicas.
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Gabriel suele reírse de sí mismo, asegura que no tiene remedio y cosas por el estilo. Otras veces se enzarzan en largas discusiones tras las que no alcanzan ningún acuerdo. Como la semana pasada, cuando los chicos se enfurruñaron durante un taller del instituto sobre igualdad de género. Gabriel afirmó que hoy en día las mujeres disfrutan de los mismos derechos que los hombres y que no deberían malgastar el tiempo con estas actividades.
En junio inauguran una escuela de verano en el barrio y contratan a toda su pandilla. Se da la circunstancia de que a las chicas las emplean como monitoras, mientras que los cargos de coordinación recaen sobre tres chicos, Gabriel entre ellos. Él acepta el puesto como una molestia: "Tengo que programar las sesiones y entretener a los niños, como vosotras, y encima me toca cuadrar horarios y estar de guardia los días que libro", se lamenta.
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Clara no le responde, aunque bien podría decirle que por algo su sueldo es notablemente más alto que el de las monitoras. Él no cambia su forma de moverse por el mundo: prepara los turnos tarde y con numerosos errores y presenta fuera de plazo el cómputo de horas, por lo que las monitoras cobran con retraso. Hacia mediados de julio, se ha vuelto costumbre que Clara se quede con él de vez en cuando para revisar las plantillas y así ahorrarse follones, aunque eso le suponga unas horas extra que nadie le paga.
Al acabar la temporada, sus caminos se separan, puesto que han escogido universidades distintas. Ella se gradúa con buena nota cuatro años más tarde. Gabriel va aprobando a trompicones y, aunque ya no puede contar con Clara en su día a día, no le resulta difícil dar con alguna compañera amable que le preste los apuntes o le eche un cable con alguna tarea de manera puntual.
Cuando ambos se acercan a los treinta, coinciden en una entrevista de trabajo. Se trata de una consultora que busca personal para el área de recursos humanos, con posibilidad de ascender en la empresa. Gabriel viste un traje con corbata y va bien peinado y afeitado, evita hablar de más o mostrarse efusivo. Clara es la primera en entrar.
Tras unas preguntas de cortesía, le interrogan sobre su vida familiar: "¿Tienes pareja? ¿Hijos? ¿Piensas tenerlos?". Sabe que no responder o protestar significa decir adiós al empleo, así que contesta. "No, no tengo hijos. Sí, espero tenerlos algún día". Transcurridas unas semanas, cuando intuye que, ante la falta de noticias, no le van a dar el puesto, llega a sus oídos que es Gabriel quien ocupa la plaza.
Ella se resigna entonces a seguir surfeando en la precariedad para acumular experiencia. Cuando, un año después, la consultoría abre un nuevo proceso de selección, no duda en presentarse. Al llegar a la sala de espera, se alegra y se sorprende a partes iguales al descubrir que Gabriel dirige las entrevistas. Le habría gustado felicitarle por su rápido ascenso, pero se contiene al observar que él se muestra distante, frío y profesional. La recibe con un par de preguntas de cortesía. A continuación, comienza el cuestionario: "¿Tienes pareja? ¿Hijos? ¿Piensas tenerlos?"
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