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Opinión · Otras miradas

Sobre hombres feministas, nuevas masculinidades y mujeres hasta el mismísimo

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Iñaki Ardanaz y Pilar Gómez en 'La loca y el feminista', de Sangra Gallego.-Público

Una de las lecciones que uno aprende cuando estudia algo de feminismo, aunque sean solo unos textos introductorios, es que el patriarcado tiene la capacidad continua de reinventarse, de adaptarse a cada momento histórico y de buscar aliados en todos los contextos. Solo así es posible explicar su pervivencia y los diferentes rostros que ha ido adoptando a lo largo de los siglos.

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En estos momentos de neoliberalismo salvaje, es evidente que dicho orden político, que también es una estructura de pensamiento, ha encontrado en el mercado un cómplice impagable y en las redes sociales un vehículo imprescindible para que, entre otras cosas, sigamos desvinculándonos de lo común.

Es decir, en este mundo de presentismo, narcisismo y egos a la deriva, es fácil que los señores de toda la vida dejen intocables los pactos que los mantienen en el poder, mientras que el resto andamos entretenidos y domesticados, aunque pensemos lo contrario, en los espacios digitales.

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Eso sí, no nos faltan etiquetas a las que agarrarnos, discursos  políticamente correctos sobre los que galopar e ilusiones de ser, pese a todo, ciudadanos comprometidos. Algo de lo que por cierto somos expertos en la izquierda, tan dados a dejarnos llevar por la magia de las palabras y por el incienso de los púlpitos laicos.  

En medio de una cuarta ola, y de su correspondiente reacción de hombres agraviados, el feminismo corre el riesgo de convertirse en una suerte de pasaporte que nos convalida y que nos ubica en un espacio, el de los discursos que estimamos impecables desde el punto de vista moral, al tiempo que nos genera la ilusión de colocarnos a salvo de cuestionamientos que removerían el suelo que pisamos.

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Es ésta una lección que pareciera que los hombres, algunos hombres, hemos aprendido con rapidez y soltura. Tan entrenados como estamos en la capacidad de mantenernos siempre a flote (lo del sacrificio de Leonardo di Caprio en Titanic fue solo una concesión al amor romántico).

De esta manera, no hemos dudado en coger una bandera sobre la que hasta antes de ayer no teníamos ni idea, al tiempo que hemos aprendido, tan espabilados como somos, una serie de consignas que nos permiten superar cualquier entrevista superficial y que nos generan la ilusión, la fantasía más bien, de que hemos hecho todo un arduo trabajo de deconstrucción.

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Esa intensa y manoseada palabra que nos ha llevado a no dejar de inventarnos adjetivos con los que articulamos nuevas fratrías. Es así como las nuevas masculinidades, las igualitarias, las feministas, han ido ocupando espacio, hasta el punto de que hasta Netflix ha tomado buena nota del negocio y se dispone a estrenar la segunda temporada de Machos alfa.

Ello no quiere decir, claro está, que no existan tipos que han iniciado procesos serios de revisión, o que se acercan a estas cuestiones con ánimo de aprendizaje y de desaprendizaje, o que se sienten realmente comprometidos con la causa de la igualdad que no es otra que la de la democracia. El problema es que tal vez, y soy yo el primero que hago autocrítica, nos hemos centrado excesivamente en los adjetivos y hemos olvidado el sustantivo.

Es decir, quizás la primera cuestión a advertir  sea que no somos conscientes, o no queremos serlo, de que el problema es la masculinidad, y la segunda, que va de la mano de la anterior, es que hemos creído que solo con construir un discurso racional en torno a nuestro machismo insoportable bastaría para provocar cambios sustanciales en la vida que compartimos con las mujeres. Porque, claro, que no se nos olvide, que las discriminadas y violentadas continúan siendo ellas, y que el problemón de fondo continúan siendo unas reglas del juego hechas a nuestra imagen y semejanza.

Unas reglas que en los patriarcados de consentimiento nos continúan beneficiando, concediéndonos privilegios y situándonos en una escala de responsabilidades en determinados ámbitos mucho menos exigente que a las mujeres. Pensemos, por ejemplo, en la tan debatida conciliación que está todavía lejos de convertirse en corresponsabilidad, y en cómo las conquistas legislativas – véase el permiso de paternidad – acaban siendo apenas una tirita en el marco de una cultura laboral, empresarial y social que organiza espacios y tiempos en función todavía de una división sexual del trabajo.

Es evidente que en medio de esta ceremonia de la confusión las mujeres continúan siendo las perdedoras, mientras que nosotros nos instalamos en el protagonismo de las "nuevas masculinidades", en el goce de los padres amorosos y en la palabrería del hombre guay, progresista y ahora también feminista. 

Es comprensible, pues, la desconfianza de tantas feministas, el hartazgo de tantas mujeres y las dificultades de conversación entre quienes estamos condenados a entendernos porque no se trata sino de revisar nuestra vida en común, el pacto social y el sexual que lo precede, las condiciones de existencia que son siempre relacionales.

Un trabajo arduo que empieza por lo personal, que siempre es político, y que requiere del acompañamiento de lo colectivo y público, y en el que tenemos que aprender a renunciar, a asumir responsabilidades y a modificar los esquemas mentales que durante siglos nos identificaron a nosotros con el señorío, la libertad y la plena disponibilidad del tiempo. Todos ellos factores que casan mal con una lógica cooperativa y con una ética del cuidado sin la que será imposible no solo darle la vuelta a la tortilla sino también cocinarlas con algo más que huevos. 

Todos estos hilos, aunque pueda parecernos imposible, están en los poco más de doce minutos que dura el corto La loca y el feminista. Una de esas producciones imprescindibles que una suma de mujeres inteligentes – Pilar Gómez en el guion, Sandra Gallego en la dirección, María del Puy Alvarado y la cordobesa Penélope Cristóbal en la producción, entre otras -  convierten en una de las mejores lecciones de lucidez política que yo recuerde y que, por tanto, debería ser de visionado obligatorio por todos los hombres "nuevos" (al resto, me temo, casi que los doy por perdidos).

Muy especialmente después de que el CIS no haya dejado claro que hay un porcentaje de hombres que se sienten agraviados por los avances en igualdad, un índice que se eleva de manera preocupante entre quienes tienen 15 y 24 años, lo cual no quiere decir que quienes estamos en el porcentaje contrario hayamos desmontado del todo la masculinidad patriarcal.

Todo ello en una encuesta que revela cómo sigue operando una división sexual del trabajo y de los tiempos. A las creadoras del cortometraje que opta a los Goya le bastan dos personajes, dos rostros y dos palabras, para poner el dedo en muchas de esas llagas.

No hace falta más para contar toda una historia que es un fiel retrato de este siglo XXI de mujeres que pelean por "empoderarse" y de hombres que no queremos perder ni un centímetro de poder. Véanlo, conversen sobre él con sus parejas, úsenlo en los grupos donde algunos hombres hacen terapia en cuanto víctimas del patriarcado y tomen nota. Tomemos nota. En estos doce minutos hay mucha más tralla política que en cualquier campaña del Ministerio de Igualdad, y por supuesto que en la encuesta del CIS.

Y, recordemos, colegas, ellas, empiezan a estar ya hasta el mismísimo. Con toda la razón.

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