Cargando...

Opinión · Otras miradas

Los "pequeños" propietarios

Publicidad

Cartel de alquiler en un edificio de Madrid. EUROPA PRESS/Alberto Ortega

He conocido a un bebé con más patrimonio que yo.

El sábado por la noche fui con mi novia a una taberna de la calle Ángel. Como estaba llena y se escuchaban más las voces que los cánticos de los camareros, nos pusieron cerca –muy peligrosamente cerca– de una mesa larga con ocho personas y una banda incontable de niños.

Click to enlarge
A fallback.

Mi novia y yo, ambos pobres como ratas –ella dependienta, yo sin trabajo fijo (escucho ofertas)–, nos la jugábamos cenando fuera de casa en pleno fin de mes, sin embargo, la inconsciencia es lo último que se pierde. El caso es que la cosa marchaba bien, más o menos bien, hasta que empezamos a captar la conversación de la mesa de al lado –soy un voyeur, que la peña hable más bajo si no quiere salir en mis columnas.

–Yo le cobro 1.500 euros al mes.

–Yo estoy perdiendo dinero, pero no me da demasiados problemas.

La mesa justo a nuestra derecha, esa tan larga y repleta de camaradería y niños con los que habíamos intercambiado incluso alguna que otra mueca vacilona, era una mesa de rentistas. ¡De rentistas, sí!

Al principio me costó un poco creerlo, pues desde pequeño me han contado que los malos son los poderosos fondos de inversión que compran pisos y edificios y hasta barrios enteros; sin embargo, mis oídos no me engañaban y, efectivamente, aquellos de nuestra derecha eran especuladores.

Publicidad

Tal y como perros cotillas, mi novia y yo empezamos a escuchar más detenidamente. Era raro, pues entendíamos perfectamente lo que decían gracias a que hablaban en el mismo castellano peninsular que nosotros, sin embargo, sus significantes no se ajustaban a ningún significado que conociéramos de verdad: era como escuchar una clase maestra de Física habiendo estudiado Filología Hispánica.

Hablaban de propiedades y de comprar y de vender y de subir –de bajar no hablaban, ja, ja, ja– y de inquilinos y de reformas y de muros de carga que si sustituyes por una columna te regalan un salón más grande y de pisos de cincuenta metros cuadrados con dos habitaciones en el centro de Palma. Hablaban de todo un poco y yo los escuchaba embobadísimo hasta que uno de ellos, como queriendo asustarme, dijo una frase que me reventó cual espadazo en el páncreas:

Publicidad

–De momento, que siga como inquilino, pero se irá a tomar por culo cuando esta sea mayor.

El hombre que lo decía, quien llevaba una preciosa camisa rosa con rayas blancas, señalaba a un bebé –su bebé– al que yo, inocente de mí, le había hecho momios con los ojos solo un rato antes; aquel bebé, tan chiquitito como una almendra o un paquete de Ducados, tenía más patrimonio que mi novia y yo juntos –tampoco es difícil.

Con el susto en el cuerpo, dejé de escuchar y me puse a pensar. Pensé en muchas cosas; pensé, por ejemplo, en que ese que se va a ir a tomar por culo cuando el bebé crezca puedo ser perfectamente yo; pensé también, que malo es llevarse un jarrazo de agua fría, que aquellos rentistas que hablaban con toda la naturalidad del mundo de alquileres de 1500 pavos y reformas y pisos en Palma no eran lejanos señores trajeados como los que aparecen en la tele sufriendo escraches de sindicatos barceloneses, sino gente normal, incluso maja, que lleva preciosas camisas rosas con rayas blancas. Y pensé también que eso no les quita ni un gramo de culpa.

Publicidad

Se nos vende muy habitualmente el relato del pequeño propietario, ese tan normal y corriente como nosotros, que ha ahorrado toda su vida hasta comprarse un pisito con el que complementar su sueldo o pensión.

Como un escudo tras el que refugiarse, siempre se los pone de ejemplo cuando se habla de los peligrosos inquiokupas que pagan el alquiler dos días tarde y ponen en peligro sus humildísimos trenes de vida en hoteles de lujo de Benidorm, sin embargo, me da igual.

Me da igual, primero de todo, porque no me lo creo. No me creo que siendo una persona normal –es que no sé ni lo que es ser una persona normal– se pueda llegar a tener pisos en Palma con los que sacar 1500. Y me da igual, segundo, porque ni siendo real este relato se justificaría la situación que vivimos actualmente.

Me da igual que hayas ahorrado toda tu vida; me da igual que te hayas quitado de viajar a Ámsterdam a fumar porros solo para ahorrar y comprar otra vivienda; me da igual que hayas trabajado mucho para conseguirlo y te hayas privado de Netflix o Spotify. Me da igual porque ningún relato pseudoliberal –resulta que ahora es liberalismo ganar dinero tocándote las narices– te da derecho a practicar usura contra los que no tenemos donde caernos muertos.

Porque es usura, sí, ya ni siquiera negocio; es robo, es parasitismo social y es antropofagia voluntaria. Es pistolerismo, es pasarse y es no tener ni el más mínimo respeto por la vida de los demás –abre Idealista y dime que no llevo razón.

También me da igual, claro, porque a ti te dará igual mandarme a tomar por culo cuando tu bebé crezca.

Publicidad

Publicidad