Opinión · Otras miradas
Los Tercios de Flandes en Gaza
Arqueólogo y etnoarqueólogo especializado en investigación de la arqueología del pasado contemporáneo.
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Desde hace una década el imperio vuelve a estar de moda. Lo está en España, donde las banderas de Borgoña han desplazado a las franquistas para seguir expresando más o menos lo mismo. Pero también en Francia, el Reino Unido, Italia e incluso el país del imperialismo sin imperio (reconocido), EEUU. El imperio vuelve de la mano del populismo reaccionario y en nuestro país con particular fuerza, posiblemente porque aquí nunca nos hemos molestado en desmontarlo. Al contrario: la democracia lo santificó declarando fiesta nacional el día en que Colón llegó a América.
Tenemos imperio hasta en la sopa: en las manifestaciones contra el Gobierno, en las nuevas estatuas que se levantan anacrónicamente en espacios públicos, en recreaciones históricas, documentales, best sellers y hasta musicales. Nos han explicado hasta la saciedad que el Imperio español fue generador que no depredador, que levantó universidades y hospitales, protegió a los indios y los civilizó. Nos han contado, en resumen, lo que les contaban a nuestros padres o abuelos en el colegio. Era mentira –o media verdad—entonces y lo sigue siendo ahora.
Podríamos pensar que el amor por el imperio es bastante inofensivo. Una mezcla de superhéroes cañís, kitsch y cosplay. En buena medida es eso; el problema es que es mucho más. La imperiofilia en España y en el resto del mundo tiene efectos políticos tan concretos como nefastos. Porque defender el imperio es defender una serie de valores en los cuales difícilmente puede reconocerse una democracia actual: la legitimidad de la conquista y la dominación de otros pueblos, el militarismo, una masculinidad agresiva y, sobre todo, el racismo.
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Porque en última instancia los imperios modernos se han basado en eso: en la idea de que otros pueblos merecen ser conquistados porque son bárbaros, es decir, inferiores moral, cultural e incluso biológicamente. Creíamos que esto se acabó con las descolonizaciones de mediados del siglo XX, pero no: actualmente mucha gente vuelve a creer que no solo es legítimo sino necesario colonizar a los bárbaros.
El caso de Gaza ejemplifica bien el efecto político de la nostalgia imperialista. En nuestro país, quienes defienden a ultranza el ataque sin límites de Israel en la Franja con frecuencia son los mismos que celebran el Imperio español. Y es llamativo comprobar cómo los argumentos utilizados para defenderlo se extienden de forma natural a la relación de Israel con los palestinos. Los mismos tópicos colonialistas, paternalistas y xenófobos. El mismo blanqueamiento de la violencia.
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Desde el punto de vista imperiófilo, lo que hace Israel en Gaza es correcto, porque Israel es la única democracia del Próximo Oriente, su Ejército el más moral y los palestinos un pueblo bárbaro. Como lo fueron los indios en el XVI o los africanos en el XIX. Gente a la que hay que civilizar, aunque ello implique despojarlos de sus tierras y exterminarlos. Todo por su bien y por el del resto de la humanidad.
España ha sido tradicionalmente propalestina, más allá de la división izquierda/derecha, aunque por motivos diametralmente opuestos. La justificación que hace hoy la derecha de la campaña más criminal de cuantas ha conducido Israel en territorio de Palestina desde 1973 solo se puede explicar por el triunfo del populismo reaccionario y la naturalización de sus valores, incluido el imperialismo.
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La nostalgia del Imperio no solo sirve como refuerzo emocional e ideológico del nacionalismo excluyente. También sirve para legitimar los crímenes coloniales del presente y para insensibilizarnos respecto a ellos. La devastación de Gaza o la muerte masiva de migrantes en el Mediterráneo parecen aceptables si las entendemos en el marco de la lucha milenaria de Occidente contra los bárbaros. Una guerra de civilización, de nosotros contra ellos, de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, como afirmó Netanyahu. Del imperio contra los bárbaros.
La pasión imperiófila debería preocuparnos. Más allá de las historietas y los disfraces, la imperiofilia es el síntoma cultural de un problema político grave. Porque las guerras culturales no tienen que ver solo con la cultura. De hecho, la cultura es una disculpa para continuar la guerra por otros medios. La guerra de toda la vida. La guerra en la que muere gente.
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