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Opinión · Otras miradas

El negocio de la destrucción

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Pixabay

Hace ya casi cinco años, la asociación Mal del Cap me invitó a unas jornadas culturales en Eivissa para hablar sobre el ecosistema mediático y el pujante veneno de las noticias falsas. Yo nunca había visitado la isla, de modo que acudieron a mi mente todos los prejuicios disponibles e imaginé un paisaje de yates multimillonarios, discotecas megalíticas, alemanes de hábitos estupefacientes, tráfico de influencias y especulación inmobiliaria. Lo cierto es que hay vida más allá de los estereotipos, pero aquí mantiene su vigencia el refrán del río que suena y el agua que lleva. Quien tenga cuajo y paciencia, que busque en la hemeroteca las andanzas del exministro Abel Matutes.

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El caso es que llegué al aeropuerto con ganas de conocer a mis anfitriones pero algo se había torcido aquella mañana. La noticia de un incendio estaba alborotando las redacciones y a mí me llegaban retazos de información, imágenes indescifrables, las llamas, la nube de humo, las mangueras de los bomberos, el helicóptero de rescate, una mujer muerta, diez heridos, el ajetreo infernal de la Unidad de Cuidados Intensivos. Los expertos en peritaje llegarían en cualquier momento para examinar las cenizas de la catástrofe y determinar el origen de la chispa que desató las llamas. Una colilla mal apagada, decían las lenguas malas.

Mis anfitriones me contaron que se trataba de un edificio abandonado en el que vivía un centenar de personas sin recursos. La prensa los llamaba “okupas”. A partir de ahí, la conversación derivó hacia el lamento sobre los precios imposibles de la vivienda y la presión que ejercen los dueños del cotarro para invadir los pocos espacios habitables que el turismo aún no ha devorado. No es de extrañar que el suceso alentara las hipótesis más calenturientas. En los corrillos había quien pronosticaba la restauración del bloque chamuscado y la inauguración de un despampanante resort para ricachones de gafas de sol, bermudas y daiquiri.

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El año pasado, la Audiencia Provincial de Baleares confirmó la condena contra un hombre por el incendio “provocado pero no intencionado”. A estas alturas, sin embargo, ya no me interesaban las teorías de la conspiración sino la realidad gentrificadora, la estrategia de destrucción y reconstrucción a mayor gloria de los inversores privados, popes financieros que arrasan literal y metafóricamente el espacio para reconstruirlo a medida de su apetito de dividendos. Así, las viviendas se transforman en hospedajes y los comercios tradicionales se convierten en chiringuitos de temporada que ofrecen curros precarios e intermitentes al albur del capricho hostelero.

Lo he visto con otras texturas y colores en Donostia, donde la plataforma Bizilagunekin denuncia que la turistificación ha convertido la ciudad en un Pintxoland invivible. El alcalde Eneko Goia respondió a las demandas vecinales con un titular de poca fortuna: “Querer envejecer en tu propio barrio es un poco exquisito”.

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En València, espacios históricos como el barrio de El Carme enfrentan una batalla de la misma naturaleza. El artista Elías Taño resumía el proceso en un mural alegórico donde unos empresarios empujan a unos turistas y a unos policías para que a su vez empujen a los residentes. “+1 turista, -1 veïna”.

Bajo el concepto de gentrificación, subsiste a pequeña escala la misma lógica avasalladora de algunas operaciones de guerra. En La doctrina del shock, Naomi Klein relata las intrigas de Dick Cheney en el negocio bélico. Bastó privatizar los quehaceres militares y entregárselos a multinacionales de confianza como Halliburton para que todo conflicto armado se convirtiera en una lucrativa expedición turística. Los bombardeos de ultramar ya no solo resultaban rentables en términos geopolíticos sino que además abrían nuevos nichos de mercado. El personal de Halliburton, dice Klein, “recordaba a unos directores de cruceros”.

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En el caso de Estados Unidos, el paralelismo entre guerra y gentrificación no es baladí. Durante las operaciones en los Balcanes, Halliburton construyó bases militares con aspecto de urbanizaciones vacacionales, pequeñas urbes diseñadas a medida de los visitantes, con supermercados llenos de productos de importación, salas de cine, gimnasios, hamburgueserías y campos de sóftbol.

Tras la invasión de Iraq, Bush perfeccionó con creces el despliegue logístico de la era Clinton. Allá por 2008, el Pentágono publicitó la reconstrucción de la zona verde de Bagdad con un proyecto urbanístico que incluía hoteles de lujo, centros comerciales y campos de golf.

El pasado mes de junio, tres meses antes de los ataques de Hamás, el Gobierno israelí anunció la construcción de 5.700 viviendas ilegales en la Cisjordania ocupada. Poco después, comenzaron las labores de albañilería en unos territorios de Jerusalén Este que pertenecen a una familia palestina y que ahora serán habitados por colonos. En diciembre, con la operación Espadas de hierro ya avanzada, la inmobiliaria israelí Harry Zhav propuso la edificación de viviendas para israelíes en la costa sur de Gaza. En una imagen difundida en las redes sociales, dos soldados extienden una bandera con el logotipo de la empresa frente a un vehículo blindado.

Ni Ibiza es Gaza ni Kosovo es El Carme. Que nadie se permita esa frivolidad. Sin embargo, es imposible no detectar en todo tiempo y lugar la misma confusa alianza entre autoridades políticas, empresarios e instituciones armadas para modificar el rostro de ciudades o de países enteros en operaciones que dilatan las ganancias de unos pocos elegidos. A veces, el negocio de la construcción exige el negocio previo de la destrucción, demoler edificios, desahuciar, quebrar redes vecinales, borrar el pasado con los métodos más expeditivos para que entren en tropel los forasteros y las excavadoras. La vida se apaga bajo el brillo cegador de las monedas.

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