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Opinión · Otras miradas

No han ardido suficientes contenedores

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'Judith decapitando a Holofernes', de Artemisia Gentileschi

En las últimas semanas han vuelto a saltar las alarmas por los señalamientos sobre abuso sexual en el mundo del cine, y, además, ha comenzado el juicio contra Dani Alves. Opiniones hay de todas las clases y colores, como siempre. Ahora bien, lo que está claro es que todas las situaciones tienen en común que el acusado es un hombre muy poderoso. Como feminista, deseo que todas las compañeras encuentren la fuerza y la valentía en algún momento para contarle al mundo lo que pasó. Y quiero verles caer uno a uno, por supuesto. 

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Por desgracia, el abuso de poder para ejercer violencia contra las mujeres no es algo nuevo. Ahora bien, la reacción pública ante la denuncia sí que ha cambiado. Me vais a permitir que me vaya a un acontecimiento (más o menos) histórico que, según nos cuenta el historiador romano Tito Livio, sucedió en el siglo VI antes de la era actual. 

Resulta que Sixto Tarquinio, el hijo de Tarquinio el Soberbio —último rey de la Antigua Roma—, violó a punta de daga a la joven Lucrecia, una respetada matrona. Tras el suceso, ella le contó lo sucedido a su padre y a su marido y a continuación se suicidó. Lo hizo porque, en aquel momento, a pesar de ser ella la víctima, se consideraba que su cuerpo y alma ya estaban contaminados. Ya no cumplía con los cánones de pureza esperados de una mujer casada con un noble patricio. 

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Con lo que sabemos hasta aquí de la historia, ya podemos comenzar a ver cómo se construyen algunas ideas que aún persisten hoy sobre cómo se debe comportar una víctima de agresión sexual. Aún recuerdo el juicio de La Manada, en el que la defensa aportaba el informe de un detective privado que se había encargado de seguir a la chica los días después de lo ocurrido para intentar demostrar que ésta no había quedado traumatizada. Nos han recordado a las mujeres durante siglos que nuestra pudicitia es lo más importante que tenemos: si nos agreden, debemos escondernos en casa, sentirnos culpables, dejar de vivir.

'La muerte de Lucrecia', del Maestro del Papagayo

Tanto es así, que el personaje de Lucrecia se convirtió en una especie de mártir y ejemplo a seguir de las mujeres más devotas a partir del Renacimiento. Las más poderosas encargaban cuadros con la escena de suicidio de Lucrecia, casi como si fuera una estampita, para que les recordara la importancia de mantener el honor. Una de ellas, la del Maestro del Papagayo, fue comprada por Isabel de Farnesio, reina consorte, y la custodia el Museo del Prado. La verdad es que la web del Museo explica a la perfección lo que se quiso transmitir con este cuadro: “La muerte le llega en un éxtasis: en la dulce resignación heroica”. Heroína porque se suicida, claro.  

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Pero seguimos porque la historia no se queda aquí: precisamente el hecho de que Lucrecia contara a su padre y marido lo sucedido, y que la violación trascendiera a la opinión pública, cambió el rumbo de la historia de occidente. Para el pueblo de Roma era tan indignante que el hijo de un rey y, por tanto, heredero del trono, fuera un violador, que se sucedieron días de violentas revueltas en la ciudad y finalmente el rey fue derrocado, dando comienzo al período de la República. 

¿Os imagináis? Un pueblo que se moviliza ante los actos deleznables de su rey para conseguir una república, qué bien suena… Por desgracia hoy, dos mil seiscientos años después, no estamos dispuestos a movilizarnos con la misma fuerza contra aquellos agresores que, aunque no sean reyes, sí tienen un poder que les hace intocables. Dos tweets desde el sofá, y listo. 

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