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Opinión · Otras miradas

Slava Rossii! ¡Gloria a Rusia!

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Flores y fotografías en memoria del líder opositor ruso Alexei Navalni en Milán, Italia.- REUTERS/Claudia

Porque, a fin de cuentas, la verdad sí existe. (Victor Serge, El caso Tuláyev).

Que Rusia intriga y fascina a Occidente es casi un axioma que no necesitaba la famosa cita de Churchill: “Rusia es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”. Sin embargo, tal vez no sea para tanto y las cosas sean mucho más prosaicas. El 17 de marzo se celebrarán elecciones presidenciales, y Vladimir Putin se las llevará de calle, sin observación internacional (más que la de países y periodistas "amigos", como Tucker Carlson), y sin necesidad de eliminar a un Aléxei Navalni en el gulag de Yamalia-Nenetsia, un "sujeto federal" ártico e inhóspito, más grande que España.

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Mañana se cumplen dos años desde la invasión de Ucrania por Putin (esa “frontera” irredenta para los rusos, su “Pequeña Rusia”), esta vez ya sí flagrante y brutalmente atacada (Crimea fue anexionada en 2014, con la comprensión de Navalni, por cierto, y Lugansk, Donetsk, Jersón y Zaporiyia lo serían más tarde), mientras la Corte Penal Internacional ya trabaja en la busca y captura de Putin desde hace casi un año.  Este individuo es el presidente de Rusia, el país más extenso del mundo, el de los 11 husos horarios. Pero preocupan, sobre todo ahora, y mucho, el desprecio de los derechos humanos en Rusia.

Hoy deploramos la muerte de Navalni pero él, como otros, era desde hace mucho un muerto viviente, más aún cuando decidió quedarse en Rusia en 2021, un hombre roto, aunque pugnaz, tras haber sufrido un envenenamiento por novichok en Siberia. Un valiente. Todo lo contrario que, por ejemplo, Gérard Depardieu, cuando, a comienzos de 2013, abrazaba la nacionalidad rusa, con “adoración” y admiración declarada por “los hombres, la historia y los escritores” de Rusia, esa “gran democracia” añadía, acabando su alegato con un “¡Gloria a Rusia!”.

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Hoy, sin embargo, el evasor de impuestos Cyrano de Bergerac está siendo investigado por violencia sexual contra al menos doce mujeres, no en Rusia, pero sí en Francia, con su Legión de Honor en juego y una espada de Damocles encima que Emmanuel Macron de momento no desenvaina.

Efectivamente, no es la primera vez que el actor se ha dejado ver o escuchar declamando su amor por aquel país, arropando a Putin y su régimen: en 2010, se le vio en San Petersburgo aplaudiendo al mandatario ruso en un concierto benéfico y, en octubre de 2012, participando en el 36º aniversario del “jefe” de Chechenia, el pro-ruso Ramzan Kadirov. Este último está acusado de graves violaciones de derechos humanos, lo cual no pareció molestar al histrión.

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Sin tener ningún complejo tampoco Depardieu en mostrarse, en otra ocasión, cantando junto a la hoy caída en desgracia Gulnara Karimova, la hija del otrora presidente de Uzbekistán, país dentro de la órbita del “vecindario estratégico” o near abroad ruso, donde la represión hacia la oposición política ha suscitado críticas constantes de muchas ONG, todas por supuesto lejos del alcance del largo brazo represor de Tashkent. Desde entonces, ¿cuántas fiestas y honores para Depardieu en esos confines?

Sin embargo, por mucho que admiremos a Dostoyevski y nos prodiguemos en Rusia como hace Depardieu, escama un amor tan súbito como acrítico e incondicional. Depardieu está en su derecho, por supuesto, aunque el amor le ciega a uno, como dice el refrán. No debemos olvidar que en Rusia hay crímenes y terrorismo de Estado que esperan verdad y reparación desde hace demasiado tiempo, según múltiples organismos y personalidades internacionales, además de Amnistía Internacional, Human Rights Watch, International Crisis Group o la ONG rusa Memorial, cuyas sedes moscovitas han sido arrasadas con la excusa de promover y acoger actividades tan "antirrusas" como la defensa de los derechos humanos.

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Según FRIDE (Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior), desde por lo menos 2008 Rusia contribuye ya sin ambages en la supresión de regímenes prooccidentales tanto en Ucrania como en Georgia, con su abrazo del oso a Armenia. También defiende aún a la última satrapía de Europa, Bielorrusia, país retencionista de la pena de muerte, hoy cómplice solícita de la invasión de Ucrania. Quedarse por ello fuera del Consejo de Europa no achanta ni a Rusia ni a Bielorrusia.

No es fácil remontar la estela de los crímenes antes mencionados, pero en la naturaleza autocrática de Rusia convive también una manera de eliminar al opositor que parece hecha de fábrica, por su metodología inconfundible y sus réplicas en el tiempo, implacables, con la anuencia o no de una sociedad civil anulada o voluntariosamente servil.

Los crímenes de Estado, ninguno de ellos resuelto hasta las últimas consecuencias (y sus más altos mandantes) serían allí un mal sistémico. Por hacer memoria: las purgas de Stalin parecieron terminar de manera espectacular con la eliminación de Trotski en 1940, pero desde mucho antes y hasta la muerte del georgiano en 1953, los opositores a los designios de Moscú eran abatidos sin miramientos.

La Gran Purga de los años treinta (que comenzó ya antes, en 1927 por lo menos, lenta pero eficazmente, como denuncia Victor Serge en Memorias de un revolucionario 1905-1945) culmina así en realidad en 1952, un año antes de la muerte del dictador, en la “Noche de los Poetas Muertos”, donde al menos trece intelectuales judíos (esos “cosmopolitas desarraigados”, los denigraba Koba), fueron asesinados en la prisión de la Lubianka. Otra redada similar, el “Complot de los Médicos”, fue finalmente abortada in extremis, y éstos vivieron para contarlo.

Tras el colapso de la URSS en 1991, Rusia pasó por grandes turbulencias que nunca acabaron de alinearla con las democracias establecidas, el imperio de la ley (igual para todos) o una verdadera división de poderes. En este embrollo entre el ejecutivo, el judicial y el legislativo se originaría el laberinto donde Rusia se pierde, demasiado a menudo, adobado todo con el mesianismo del "Moscú, Tercera Roma", Rusia redentora del mundo, del monje Filoteo (1511), una vez Roma y Constantinopla caídas.

Rápida prolepsis: nos acordamos hoy de Galina Starovoitova, política, etnógrafa, asesora presidencial en asuntos interétnicos y promotora de reformas democráticas durante la era Yeltsin, que ya denunció todo lo anterior, y que fue asesinada a la puerta de su casa, en 1998, no sin antes señalar quizá de forma demasiado incisiva lo siguiente: el peligro que suponía la infiltración de los servicios secretos y de seguridad de un entonces desconocido Putin (los siloviki) en los aparatos del Estado y en la política del país, incluida la Duma o Parlamento.

Pensamos asimismo en Alexander Litvinenko, ex agente de los SFSFR (exKGB), y en su mentor Anatoli Trofimov, eliminados en truculentos episodios en 2006 y 2005, respectivamente, por oponerse a la segunda guerra de Chechenia y por saber quizá demasiado. Nos acordamos, cómo no, de Anna Politkovskaya, periodista anticorrupción que denunció también la guerra y los horrores de las crisis de rehenes del teatro Dubrovka (2002) y la escuela de Beslán (2004), abatida a tiros en 2006.

Convoca el recuerdo también a Natalia Estemirova, activista pro-derechos humanos desde la ONG Memorial antes mencionada, asesinada en 2009, igual que Sergei Magnitski, abogado que se atrevió a destapar un alambicado caso de corrupción sistemática en las altas esferas del país.

Magnitski fue eliminado en noviembre de 2009 tras una larga ordalía y un año en prisión preventiva, convirtiendo su caso en una cause célèbre que levantó protestas en Occidente, y la denegación de visado por parte de EEUU a al menos dieciséis implicados. Muchas voces pidieron que esa lista se hiciera más exhaustiva y apuntara más alto (Putin), pero todo quedó en agua de borrajas.

Pensamos hoy también en Mijaíl Bekétov, periodista y director del diario Jimkinskaya Pravda, brutalmente golpeado por encargo en 2008 por criticar el deterioro medioambiental ruso y muerto años más tarde de sus heridas y la invalidez resultante, habiendo perdido incluso el habla en el proceso.

Sus asesinos, entre los cuales presuntamente se encontrarían aquellos políticos provincianos (muchos, veteranos de Afganistán o afgantsi) cuya mala administración él denunció, siguen libres. ¿Hemos de recordar, para más escarnio, que en 2012 Putin le concedió un premio nacional de periodismo, prometiendo acelerar la investigación sobre su causa, justo antes de morir? Cinismo atroz.

Y pensamos en esos expresos de conciencia bajo excusa de delito económico, según Amnistía Internacional, Mijaíl Jodorkovski Platon Lebedev, así como en la gamberrada de las chicas punk de Pussy Riots, o en las manifestaciones del Orgullo LGTBIQ sistemáticamente reprimidas por el poder político y una Iglesia ortodoxa cómplice, para concluir que Rusia, quizá, no sea la mejor y más dulce patria de adopción, por mucho que Depardieu lea, ávido, a Dostoyevski.

Pensamos en el "suicida" Borís Berezovski, acaudalado hombre de negocios al parecer venido a menos durante sus últimos años de exilio londinense, que, sin ser intachable (se habría lucrado de forma desaforada con las privatizaciones de la era Yeltsin, enemistándose con su delfín, Putin), dejó un supuesto suicidio, una fortuna demediada, y una misteriosa carta implorando perdón a Putin antes de morir, y muchas dudas nunca resueltas.

En este episodio, la historia se repetiría, tozuda, ya que también el padre del anarquismo Mijaíl Bakunin habría escrito desde su ergástulo una humillante Confesión al zar Nicolás I y sus sucesores (1857), para sorpresa y descreimiento de muchos kremlinólogos aún hoy, pidiendo perdón a la Santa Madre Rusia por su militancia ácrata, dando la espalda a un decadente Occidente.

Existe un goteo truculento que nos increpa. Pensamos en los periodistas Stanislav Markélov y Anastasia Babúrova, asesinados en 2009, y, antes que ellos, en el político opositor Vladímir Golovliov, asesinado en 2002, así como en el político liberal Serguéi Yushenkov, asesinado en 2003 tras preguntarse sobre la autoría de los atentados de Moscú de 1999. Asesinatos de Estado todos.

El periodista Paul Klebnikov también cayó en 2004, y antes lo hizo su colega Yuri Shekochijin en 2003, envenenado, por preguntar demasiado. Pensamos en el político liberal Borís Nemtsov, otro presidenciable abatido a tiros en un puente de Moscú, una fría noche de 2015, por hacer demasiada sombra a Putin.

Pensamos en los Skripal, padre exespía e hija, envenenados con novichok (de nuevo, marca "Putin") en Reino Unido en 2018. Pensamos en el desagradable jefe del grupo de mercenarios Wagner, Yevgueni Prigozhin, crítico con la conducción de la guerra en Ucrania y asesinado en su "accidente" aéreo de agosto 2023.

Y sí, también hoy, demasiado tarde, pensamos en ese otro opositor, el exbloguero y abogado Navalni, un día presidenciable y hoy ya nada, humo, rastro de escarcha en el penal de Yamal-Nenets. Se atrevió a llamar “partido de bandidos y ladrones” a la formación en el poder Rusia Unida, creando RosPil (una página web dedicada a denunciar las adjudicaciones irregulares de contratos públicos), luego llamada "Fundación Anticorrupción", y eso Putin nunca se lo perdonó, incluso sin nombrarle.

Navalni firmó en su día (junto el ajedrecista Gari KasparovLev Ponomárov, Sergei Grigoriants y los hoy fallecidos Eduard LimónovGleb Yakunin y Sergei Kovaliov, entre otros) el manifiesto Putin must go!, y ésa fue su sentencia de muerte. Que sobreviviera a su envenenamiento de 2020 fue demasiado para Putin, y que hiciera escarnio de ello en redes, sal en la purulenta herida.

Duerma ahora ya por fin el valiente y temerario Navalni, el innombrable, el "paciente de Berlín". La integridad y la vida de los actuales y futuros disidentes rusos siguen hoy más amenazadas que nunca, perseguidas por la vesania de Putin, en tramas amañadas en tribunales.

Los periodistas Vladimir Kará-Murzá y Dimitri Muratov, Nobel de la Paz 2021 este último, viven aún hoy para contarlo: el primero ya en prisión, ambos declarados "agentes extranjeros" en la siniestra novela negra de Putin, pero pertinaces en su trabajo. Los derechos de expresión, asociación y reunión (que supuestamente consagra el famoso artículo 31 de la Constitución Rusa) son, a día de hoy, filfa, en un país sin libertad de prensa, a quien Reporteros Sin Fronteras sitúa en 2023 en el puesto 164/180, junto a Turquía y Egipto, países con similares "Estados profundos", pero que matan menos.

El amigo de Donald Trump, Tucker Carlson, expresentador de Fox News venido a menos, en su inefable y jabonosa "entrevista" a Putin de hace algunos días, ¿no sabía todo esto? Y nosotros, cómplices callados, ¿cuánto preferimos ignorar? Rusia, esa "gran democracia" según el rusificado Depardieu, acunado en sus ideales románticos de infinitas taigas de abedules surcadas por trineos, y chicas, muchas chicas a quienes meter mano (pero donde se muere uno a los 72 años, esta vez sí, de muerte "natural"), ¿cuánto horror más puedes aguantar, Rusia?

Ucrania, ¿qué es de Ucrania en la "operación especial" putinesca que cumple mañana dos años? Vergüenza y oprobio de aquellos que supieron y prefirieron no hacer nada, nos viene a impetrar Navalni en su epitafio. Por ende, ¿dónde está su cuerpo? Habeas corpus, mandatum post mortem o la sacralidad de un cadáver, res extra commercium: menudencias jurídicas éstas, éticas o puramente humanitarias, sobre las que se cisca un carroñero Putin, sin una Antígona que le siegue el aliento.

DEP Alexéi Anatólievich Navalni (1976-2024), nosotros sí te nombramos.

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