Opinión · Otras miradas
A la barbarie por el camino de “la educación”: Macri y el conflicto docente
Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid
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Javier Franzé
Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid
Este miércoles la porteña Plaza de Mayo —donde se encuentra la Casa de Gobierno— ha sido escenario de una multitudinaria marcha de docentes venidos de todo el país reclamando salarios dignos y la defensa de la educación pública. Los cinco sindicatos del sector convocantes exigen al gobierno que cumpla la ley de educación y convoque la paritaria nacional, mecanismo que asegura un piso salarial común a todos los maestros. El gobierno se niega aduciendo que las provincias tienen las competencias educativas. Según la legalidad vigente, el federalismo no impide la paritaria nacional, sino que lo refuerza y complementa.
El conflicto ha desbordado el tema docente. Encarna la protesta social por la pérdida de poder adquisitivo, la caída del consumo, los despidos y en general la certeza de vastos sectores de que Macri beneficia a los poderosos.
Este conflicto con la escuela pública primaria tiene una particular importancia en términos simbólicos para el gobierno y los sectores que lo apoyan.
La educación pública en general, y la escuela pública primaria en particular, representan un núcleo clave del discurso de las clases medias urbanas y blancas que suelen autoimaginarse mejores que el “desastre de país” en el que afirman vivir. “La falta de educación” (formal y de los otros, se entiende) es su diagnóstico preferido para analizar los problemas del país.
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Esta apelación a “la educación” no es más que un rodeo elegante del clasismo y del racismo. Lejos de buscar la igualdad social, esta narrativa imagina la educación como medio para que las clases populares “blanqueen” su alma y se civilicen. Parte de este proceso “educativo”, sin duda, consistiría en que esos sectores abandonen su histórica identidad peronista, aunque esto no se sepa muy bien qué significa hoy. Esas mismas clases medias urbanas (junto con las clases populares) abrazaron el peronismo menemista de los ’90, desatendiendo los ademanes plebeyos de su líder para apoyar su programa neoliberal.
En el conflicto docente, al gobierno de Macri y a sus votantes se les deshace entre las manos un símbolo preciado: el de la educación pública como acreditación de su sensibilidad social, de su preocupación “por los pobres”, como medio favorito de movilidad social. Pero, sobre todo, como negación del conflicto social, de la protesta, del sindicalismo, de los piquetes, de las movilizaciones y las huelgas.
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Este discurso sueña el sueño ilustrado de una sociedad donde la educación ilumine las conciencias populares para hacerles ver lo innecesario de la protesta, que es mejor utilizar esa energía en lo que gusta llamar “la cultura del trabajo”, en la búsqueda de “soluciones para todos”, como repite su presidente, el mismo que aparece en los Panamá Papers.
A fuerza de despolitizar la vida social, de justificar como necesidad técnica el debilitamiento del Estado, el abrirse a los mercados, la libre compra de dólares, la rebaja de impuestos a la exportación de materias primas, en definitiva, de asumir la lógica del llamado “libre mercado” como motor de la vida comunitaria, este discurso ha acabado destruyendo aquella última trinchera de su prestigio social, desde la cual agitaba la educación como elemento disuasorio de la ineficiente protesta social. Ha logrado, finalmente, reunir aquello que quería escindir: conflicto y educación.
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Y ahora no sabe cómo salir indemne de este callejón sin salida que lo aboca a elegir entre mantener el prestigio de clase abrigándose con la invocación a “la educación”, o apostar decididamente por la barbarie darwinista y abandonar a los maestros en la tarea de reparar la grieta social que su gobierno “de gente como uno” vuelve a cavar con fervor.
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