Opinión · Otras miradas
Los hombres que creen amar a las mujeres
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
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No es ningún secreto que me dedico a eso que ahora llaman true crime, y que me paso horas leyendo, estudiando y escribiendo sobre crímenes reales, asesinos y víctimas. Creo, sinceramente, que estudiar los crímenes nos permite conocer la sociedad y la mentalidad de la época en la que son cometidos casi mejor que muchos tratados de Historia y Sociología, pues los crímenes dejan al descubierto los mecanismos de poder, los prejuicios, las contradicciones y hasta las modas de cada época. Por eso mismo, y al contrario de lo que la mayoría de las novelas y películas nos quieren hacer creer, es muy difícil encontrar eso que llamamos “el mal absoluto”.
Por muy aterradores que nos puedan parecer, lo cierto es que los Gerald Shaefer, los Jeffrey Dahmer o los Kenneth Bianci son más bien una excepción en la historia del crimen, pues la mayoría de los asesinos y asesinas son seres bastante normales y anodinos, y los motivos que suele haber detrás de los asesinatos y los delitos son mucho más banales y humanos de lo que nos gusta reconocer: avaricia, hipocresía, celos, envidia, ambición, estupidez, ego desmedido... esas pequeñas miserias de las que todos somos culpables en algún momento de nuestras vidas y que, en algunas ocasiones, llevan a personas totalmente normales a hacer cosas horribles.
Por ponerlo en términos que todos podamos entender -o al menos en los términos en los que yo suelo entender las cosas- la mayoría de los asesinos se parecen más a Jerry Lundegaard, el protagonista de la película Fargo, que a Hannibal Lecter. Y eso sí que da miedo, pues nos coloca a todos mucho más cerca del mal -de hacerlo y de padecerlo- de lo que creemos.
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Otra cosa que me han enseñado todas las horas que le he dedicado al crimen es que casi nadie se considera el villano de su propia historia, y que, además, es bastante sencillo encontrar una justificación para excusar nuestras (malas) acciones: para David Berkowitz era un perro satánico, para Edmund Kemper, una madre cruel, para Lizzy Borden, una madrastra y las ansias de independencia económica... Ninguno de nosotros sería capaz de levantarse de la cama cada día sabiéndose un villano sin conciencia, por eso todos necesitamos una excusa para nuestras pequeñas o grandes miserias, un relato exculpatorio que nos permita mirarnos al espejo y seguir existiendo.
Esto no quiere decir que los asesinos no sepan que lo que han hecho esté mal, claro que lo saben, al igual que nosotros sabemos que hemos metido la pata cuando, por ejemplo, pagamos nuestra frustración dándole una mala contestación a alguien porque, sí, tu jefe es un capullo, sí, acabas de pagar la renta y no te queda ni para pipas, o sí, te han dado calabazas... Es fácil agarrarnos a esto e ignorar que lo que hemos hecho está mal o podemos, a pesar de todo esto, aceptar que nos hemos equivocado y hasta disculparnos o, en todo caso, arrepentirnos.
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Y es en la capacidad para reconocer nuestros propios errores y meteduras de pata donde podemos encontrar, o eso nos han dicho, la diferencia que separa a los psicópatas del resto de nosotros, seres humanos frágiles e imperfectos pero también redimibles. Aunque esto no siempre es así, porque lo normal para aquellos que están acostumbrados a ejercer una posición de poder, a tener privilegios y, sobre todo, a que nadie les cuestione, es pensar que nunca están equivocados, y la sociedad les suele dar, además, la razón. Como ocurre, por ejemplo, con Los Hombres que Creen que Aman a las Mujeres.
Los Hombres que Creen que Aman a las Mujeres, a partir de ahora HCAM, se dan en distintas tallas y formatos, aunque los más populares suelen encontrarse dentro de estos tres estereotipos: el galán, el intelectual desvalido y torpe y el Philip Marlowe. Y aunque cada uno de estos estereotipos exhibe sus propias particularidades, pues el galán no puede evitar proclamar a los cuatro vientos lo mucho que admira a las mujeres, el intelectual desvalido y torpe te hace creer que hasta ahora ninguna mujer le había comprendido y el Philip Marlowe te castiga con su indiferencia aliñada con inesperadas muestras de ternura violenta no solicitada, en el fondo, y con independencia de la forma que adopten, los HCAM no son otra cosa que hombres poderosos que saben que pueden imponer, sin apenas consecuencias para ellos, ese poder sobre los demás, especialmente sobre las mujeres. Y lo hacen además de distintas maneras, no solo desde el abuso y el acoso sexual.
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La narrativa reaccionaria, sin embargo, nos ha llevado a afirmar sin pudor que hoy en día basta con la palabra de una mujer para destrozarle la vida a un hombre, y que los pobres HCAM ya no pueden subirse a un ascensor a solas con una chica sin temor a que esta les denuncie. Nos dicen, también, que el Me Too ha sido una revolución que ha transformado para siempre las relaciones de poder, porque mirad si no al otrora todo poderoso Harvey Weinstein, que está ahora pudriéndose en la cárcel.
Se acabó la impunidad, circulen, aquí ya no hay nada que ver. Se han destapado los casos y se han pagado las consecuencias, carreras y trayectorias de hombres ilustres se han visto mancilladas para siempre, nos dicen apenados, qué importa que por el camino estos arrasaran las vidas y las trayectorias profesionales de las mujeres que les denunciaron y de las que abusaron, ellas no son un genio, una institución cultural, un spin doctor que construye y destruye carreras políticas con el solo chasquido de sus dedos o un director de culto. Y es que hoy en día a cualquier cosa se le llama abuso y amenaza, estamos sometidos a la dictadura de la generación de cristal, que parece que están hechos de mantequilla, que es que ya no se puede ni piropear a las mujeres, lloriquean en redes, radios, podcast y televisiones los aspirantes a galán.
Pero los HCAM han podido florecer, crecer y echar raíces, gracias a todo un ecosistema a su alrededor que les ha amparado, protegido, justificado y que, llegado el caso, no va a dudar en ovacionarles en pie. Un ecosistema del que no logramos escapar del todo y que también hemos alimentado en algún momento porque, si bien está feo lo de Plácido Domingo, lo cierto es que todos sabemos que el mundo de la ópera es así, elitista y conservador y que por tanto su público seguro que está más dispuesto a perdonar que su ídolo sea un acosador sexual, así que no sé por qué nos escandaliza que, pasado un tiempo prudencial, este pueda anunciar su regreso triunfal a España mientras se nos da a entender que es el tenor, y no sus víctimas, quien realmente merece una disculpa de nuestra parte.
Pero todo cambia si tocan a nuestro director de cine favorito, porque entonces todo es culpa de la loca del coño de Mia Farrow que no sabe llevar con elegancia que su pareja la haya abandonado por su hijastra, porque Manhattan es una obra maestra y es de lo más normal que un intelectual desvalido y torpe tenga una relación con una quinceañera que era, como todo el mundo sabe, muy madura para su edad y la ficción es solo ficción, que lo sacáis todo de quicio y además los años setenta eran mucho más permisivos que los tiempos actuales en los que todo os parece mal.
Todos estamos, de una forma u otra, intoxicados por esa atmósfera de intachabilidad que rodea a los HCAM y a los hombres con poder. Yo no soy inmune a ella tampoco, solo así se explica que me haya llegado a creer, por poner un ejemplo, que Maxim de Winter, protagonista de una de mis novelas y películas favoritas, un tipo que asesinó a su primera esposa Rebecca porque le era infiel, y que después se casó con una muchachita desamparada a quien doblaba la edad, para llevársela a vivir a un caserón abandonado de la mano de Dios y hacerla cómplice y encubridora de su crimen, era, en realidad, un héroe romántico y no el verdadero villano de la historia.
Así que no debería extrañarnos entonces que un asesor político, un exministro, se sienta no solo autorizado para amenazar de forma chulesca y mafiosa a una periodista por hacer su trabajo, sino también a despedirse de ella por Whatsapp, como si fuera un Philip Marlowe de saldo, con un “Adiós, preciosa”. Al fin y al cabo MAR seguro que también es un hombre que cree que ama a las mujeres.
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