Opinión · Otras miradas
Fantasía marica
Periodista y escritor
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¿Cuándo fue la última vez que lloraste en el cine? Yo tendría que hacer memoria. Antes me venían a la cabeza Los puentes de Madison o En el filo de la duda, estrenos del siglo pasado. Ahora tengo una respuesta inmediata: Desconocidos, la película de Andrew Haigh basada en la novela Strangers, escrita por Taichi Yamada en 1987. Empapé los cristales de las gafas del berrinche. Sentí esa historia tan próxima, tan reconocible, que me despojó de esa falsa armadura con la que la mayoría de los hombres homosexuales de mi generación aprendimos a vestirnos para sobrevivir.
Y en el epicentro de esa sensación, leo a gais que rechazan la película. Algunos, con argumentos puramente cinematográficos como que es tramposa, que busca la lágrima fácil, demasiado literal… Ahí no entro, es cuestión de gustos y criterios. Otros la critican con razonamientos contrarios a la simple posibilidad de que un personaje homosexual pueda ser infeliz, pueda sufrir, pueda arrastrar heridas sin cerrar…"¿Qué imagen le estamos dando a un chaval gay de quince años?" "¿Qué ese es el futuro que le espera?" "¿Sufrir?" Y eso sí me llevó a esta reflexión.
Estamos creando una fantasía sobre nuestra propia existencia que se está volviendo en nuestra contra. Pensar que todas nuestras historias en la ficción tienen que representar a personajes LGTBI+ atractivos, jóvenes, eufóricos y admirables nos convierte en un cliché, en un dibujo animado de Clan TV. Aunque os parezca desproporcionado, es otra forma de opresión. Y el patriarcado ha conseguido que nos la ejerzamos nosotros mismos. Porque si no nos dejan ser imperfectos, cometer errores, ser viejos, tener mal carácter, estar traumatizados, ser feos o sufrir depresión, no nos están dejando ser.
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Hemos creído que nuestras historias tienen la obligación de ser ejemplares y optimistas, como si fuesen artículos de una ley estatal, el resultado de una amnistía que borrase las violencias que sufrimos, y que han marcado nuestra personalidad, para mostrar un presente y un futuro ucrónico. Nos hemos acostumbrado a una especie de fantasía marica que oculta los acontecimientos históricos del pasado, y las consecuencias que tuvieron en nuestras vidas, para dibujar un futuro optimista, como si esa fuese la obligación de las historias LGTBI+. Y siento que eso solo nos ha llevado a personajes gais, lésbicos, bisexuales, cis y trans, planos, sin arco dramático. Hace años que no encontraba un personaje gay en la ficción que me resultase interesante. No encuentro personajes como David Fisher en A dos metros bajo tierra o el Omar Little de The Wire. Solo encuentro ejemplos para que las personas LGTBI+ más jóvenes crean que la sociedad es mucho mejor de lo que es. ¿Es esa una buena idea? No lo sé.
Entiendo que estamos luchando contra más de un siglo de personajes monstruosos, pervertidos, suicidas, paródicos, sufrientes, pero no sé si nos estamos pasando de frenada. Estamos contando historias de personas que parecen no tener ningún vínculo con su pasado, que no hay heridas. Y si no hay heridas, alguien podría pensar que no hay agresor, que no hay responsable. Y esto no es victimismo, como lejos del victimismo está la memoria histórica. A más personajes LGTBI+, más realidades podremos mostrar en esa ficción. Unas más optimistas y otras, menos. Pero si solo contamos las felices, no sé si estamos haciendo una buena labor. En los casi dos años que lleva en las librerías mi novela, Coto privado de infancia, me he encontrado con jóvenes de veinte años que se sentían muy identificados. Mal vamos, pensé, si un chaval de veinte años se siente identificado con un niño marica de los años setenta. Y puede que eso sea porque nuestra ficción, ahora que tenemos la enorme posibilidad de poder contarnos, ha optado por ser solo ciencia ficción.
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Por eso Desconocidos no es “otra historia sobre gay que sufre”. Somos nosotros, contándonos. Y tenemos el derecho a contarnos reflejando también el dolor, la opresión y hasta el trauma. Los hombres homosexuales en el cine de los últimos treinta años han pasado de represaliados a morir de sida y de ahí, en un salto vertiginoso, a vivir en una ilusión tipo Heartstopper o Sex Education. ¿No nos hemos saltado algo?
Me parece relevante Desconocidos porque habla de una generación que no está bien representada en la ficción. La de los niños y adolescentes maricas de los años 70 y 80. Esos que vivimos a caballo entre el terror y la libertad, entre el silencio y los derechos, entre la vergüenza y el orgullo. Os cuento una cosa. Hace un par de años me di cuenta de que nunca había bailado agarrado a un hombre. Todos los chicos hetero de mi generación bailaban con chicas cuando en las discotecas ponían una lenta. Era una manera de ligar. Yo no pude hacerlo. Nunca he bailado una lenta abrazado al hombre que me gustaba. Eso es solo un detalle en la vivencia de las personas homosexuales de más de cincuenta años. ¿Por qué no debemos hablar del miedo que aún sentimos, del prejuicio, del silencio que habitamos y de las consecuencias que ha tenido en nuestras vidas? ¿Por qué no podemos gritar, al menos en la ficción, que quién nos devuelve los años perdidos, las ilusiones desperdiciadas, las vivencias que no nos dejaron vivir? Hay cicatrices que nos acompañan toda la vida. El dolor, las violencias, la desprotección, tiene consecuencias. Despojarnos de esas consecuencias es impedirnos ser. Porque mi manera de relacionarme, como adulto marica, con mis amigos, con mi familia, con mis amantes, incluso con mis compañeros de trabajo y con mis jefes, es el resultado de lo vivido en la infancia y adolescencia. Y sí, voy a terapia, pero la terapia no borra el pasado. Solo hace que la cicatriz no duela.
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He pasado tantos años en silencio que ahora no quiero invisibilizar mis fantasmas. Ni dejar de señalar a quienes los crearon o los avivan. Porque, como dice el personaje de Adam en Desconocidos: “Las cosas han cambiado pero, es curioso, no hace falta mucho para poder volver a sentirte como antes”.
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