Opinión · Otras miradas
Tambores de guerra, mente de guerra y trabajo por la paz
Psiquiatra jubilado. Ha sido presidente de la Asociación Española de Neuropsiquiatría y miembro de la Comisión Nacional de Psiquiatría y del Comité Técnico de la Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud
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La guerra no es el combate. De hecho, en las guerras modernas el combate, si entendemos por eso el enfrentamiento entre hombres armados en un campo de batalla, es cada vez más raro.
La guerra supone un estado de desorganización de la vida cotidiana en la que se concreta la intención de causar daño a un otro que intenta a su vez causarnos daño a nosotros. Por eso desde Troya hasta Gaza los muertos, las víctimas, han sido cada vez menos personas combatientes y cada vez más personas que no combaten, pero cuyo daño tiene más poder de causar desmoralización: niños, civiles, personas objeto de violencia sexual, personas hospitalizadas…
La guerra es también un estado mental que nos prepara para aceptar esta lógica de infringir y soportar ese daño. Generar ese estado mental no es tan fácil. Ha habido sociedades que se han estructurado para hacer de él un lugar común, como Esparta. Pero son las menos, y si no, no son, de entrada, las nuestras. Aquí, en principio, un adulto no es un guerrero. Por eso reflexionar sobre cómo pudo llegarse a ese estado mental que llevó a los socialdemócratas a votar los créditos de guerra antes de la Gran Guerra, qué facilitó la fascinación por el nacionalsocialismo antes de la Segunda Guerra Mundial, qué sucedió en Yugoslavia antes de su explosión o qué pasó antes de que los hutus se lanzaran a masacrar a su vecinos tutsis, por poner algunos ejemplos del siglo XX, debería servirnos para prevenir la guerra y para valorar la situación en la que estamos ahora mismo.
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Hay que ser muy cerril para no ver que estamos en una situación prebélica. El discurso belicista empapa las declaraciones de líderes de la Unión Europea y de los países que la integran incluidos ministros socialistas españoles y verdes alemanes y editoriales de periódicos que presumen de ecuanimidad (aunque entre su accionariado figuren firmas de la industria armamentística). Todos parecen estar de acuerdo en que hay que armarse. Hasta los más recalcitrantes partidarios de reducir el gasto público tienen claro que hay que aumentar el gasto militar.
Pero no hace falta ir a las declaraciones institucionales para encontrar el terreno abonado para la guerra. En las redes sociales o en las conversaciones pilladas a vuelo en el metro, todos parecemos estar esperando a ver quien encarna mejor ese otro cuya amenaza se cierne sobre nosotros y sobre el que podríamos descargar nuestra ansia de destrucción.
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En su magistral libro El valor de la atención, Johan Hari nos cuenta cómo las redes funcionan para producir la polarización que está en la base de todo esto.
El belicismo domina el campo político, el económico, el social y el psicológico. ¿En base a qué esperar que no tengamos guerra?
Es posible que aún podamos evitar la guerra. Pero es seguro que si lo conseguimos será con trabajo, evitando que el belicismo se imponga definitivamente en esos campos psicológico, social económico y político. Contraponiéndole el camino de la paz, no aceptando ni la lógica ni las propuestas belicistas en cada uno de ellos, recuperando las herramientas de la lucha no violenta. Si vis pacem para pacem. Si no, no te extrañes de lo que venga luego.
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