Opinión · Otras miradas
¿Por qué odiamos a los ricos? (y con razón)
Periodista y escritor
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¿Para qué sirve un rico, un milmillonario? ¿Para qué sirven esos señores a los que fotografían sonrientes -menos Amancio Ortega, que es un rico que no sonríe- en la lista de millonarios que publica la revista Forbes? ¿Para qué nos hace falta un 1% de personas que podrían pasarse doscientos años gastándose un millón de dólares al día y aún así seguirían siendo ricas cuando más de ochocientos veinte millones de personas pasan hambre en este planeta? Sinceramente, no lo sé. Y creo que nadie, no solo de los catorce millones de pobres que hay en España sino de las innumerables personas que no llegamos a fin de mes, que invertimos el 80% de nuestro salario en pagar el alquiler, que le hablamos de tú a tú a la precariedad o que nos pensamos dos veces si conectar la calefacción en invierno, tiene una respuesta satisfactoria para ellos.
Leía una entrevista con el profesor de Historia Económica de la Universidad Bocconi de Milán, Guido Alfani, en la que apuntaba que, históricamente, los ricos habían jugado un papel muy importante en la sociedad occidental porque tenían implícito el deber de contribuir a esa población que les acogía. Sí, voy a usar intencionadamente el verbo “acoger”. Alfani explicaba que con la revolución comercial en la Edad Media (s. XII), cuando hay personas que comienzan a acumular riqueza, la Iglesia Católica se preocupa porque ve cómo un pecado capital -y nunca mejor dicho- empieza a extenderse por la población: la avaricia. De ahí que sea esa Iglesia -hoy codiciosa- quien señala que solo es lícito acumular riqueza si esa riqueza contribuye, vía impuestos, al bienestar de toda la sociedad. Cuando ser rico deja de ser pecado, se contempla la opción de utilizar el eufemismo del ahorro, por no llamarlo codicia, con la obligación de ayudar a la sociedad en tiempos de necesidad. Desde entonces hasta hoy, no solo es que los ricos hayan desatendido su obligación para con la sociedad que les acoge sino que han ido ampliando la brecha de la desigualdad, han controlado las políticas de los Estados en su propio beneficio y se han convertido en un peligro para el buen funcionamiento de la democracia. Y esto ya lo vaticinó el pensador Nicolás Oresme en el año 1370.
Hay quien piensa que detestamos a los ricos por envidia. No lo creo. Y si es por envidia, mal vamos. Pienso que nuestro rechazo hacia los milmillonarios viene por su eterna confusión entre caridad y justicia social, por su arrogancia, por su desapego absoluto por la vida y necesidades reales de sus trabajadores, que para ellos son números; por su ostentación de la desigualdad, por su clasismo y, lógicamente, por su egoísmo y codicia. Porque su éxito se edifica sobre la salud mental, la frustración y la precariedad de sus trabajadores. El personaje de Truman Capote en un capítulo de la segunda temporada de “Feud” dice: “No les importa la humildad, ni la empatía ni la compasión, pero les importa que parezca que sí que les importa”.
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Hablando de humildad, asistí esta semana a un acto en torno a un libro que versaba sobre el bienestar y la felicidad en el entorno corporativo y, ¡oh, sorpresa!, no se habló de salarios. Lo que se venía a decir es que con reconocimiento verbal por tu buen trabajo ya bastaba. O sea, el argumentario capitalista solo es válido para ellos y para sus beneficios económicos. Para nosotros, en vez de salario digno, palmaditas en la espalda. Y, en medio de ese ecosistema, toma la palabra un empresario y dice: “Se le está cargando demasiada responsabilidad a la empresa. Los trabajadores también deben tener un poco de humildad”. ¡Con dos cojones!
Y ese señor ni siquiera era rico. Seguramente está a años luz de entrar en la lista Forbes pero ya tiene la lección aprendida. Y eso me recuerda a la imagen de los ricos que nos ofrece la ficción y a la estrategia latente que percibo en ella. Crecí con series y películas en las que los ricos eran casi seres mitológicos que habitaban universos aburridísimos de amor y lujo. Sagas como las de “Dallas”, “Dinastía” o “Falcon Crest” llegaron para desvelarnos que nadie se hace rico a fuerza de trabajar y que si eres mala persona tienes muchas más posibilidades de ser milmillonario. Se muestra un catálogo de seres ambiciosos, despiadados, consentidos, impunes, crueles hasta con sus propias familias cuando está en juego el dinero y el poder, que debería disuadir a cualquiera del sueño aspiracional de querer ser como ellos. Véase “Succession” o “Exit”. Y ahí es donde creo que se ha construido un relato perverso.
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Parece como si fuera una estrategia del propio capitalismo y de su jerarquía de clases para que los menos favorecidos pensemos que el dinero destroza a las familias, que mejor ser humilde y frágil que no un millonario sin corazón y así conformarnos con los mil euros brutos que nos pagan. Pero hay quien no se adapta. Los hay que se sienten atraídos por el poder, por el dinero, y medrar es su estímulo para ir cada día a trabajar. Son personas que, cuando lleguen a tener dinero y poder, no van a cambiar nada porque han asumido las reglas del juego desde el principio. Lo que viene a confirmar que si eres buena gente, es imposible que estés en un cargo de poder de una gran empresa. El propio sistema te escupe. Es una manera de perpetuar el procedimiento: que solo lleguen a la planta noble aquellos con menos escrúpulos. Y, seamos sinceros, la gente sin escrúpulos es odiable.
¿Por qué odiamos a los ricos? Porque se esfuerzan en hacernos creer que ya no hay clases sociales cuando son ellos quienes tienen intacta su conciencia de clase. Porque todas las crisis mundiales que siguieron a la de 1929 se han estructurado desde una protección del estatus del rico. Porque en su afán por demostrar que son extraordinariamente desiguales a nosotros nos muestran su vida en realities, revistas y reportajes. Porque solo les conmueve aquello que pueden marcar con su nombre. Porque habitan un Xanadú que les protege de la ordinariez mundana que destila la realidad. Porque son menos pero nos han utilizado de tal manera que parecen más. Porque, como dice el personaje de James Baldwin en un capítulo de “Feud”, “sus buenas obras nunca son para nosotros”.
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