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Opinión · Otras miradas

Ni juez ni ley de medios

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Pixabay

En los últimos días, al calor de la retirada táctica de Pedro Sánchez, se ha instalado una doble controversia en la opinión pública. La primera y quizá más obvia concierne al andamiaje jurídico, a la lawfare y a la renovación eternamente diferida del CGPJ. La derecha política y mediática ha invertido los términos del debate y no solo defiende la impecable neutralidad de los jueces, de sus jueces, sino que además dibuja al Presidente como un furibundo enemigo de la separación de poderes. Esta apuesta del PP y Vox por el bloqueo tiene un nombre: se llama filibusterismo y es una versión parlamentaria de los asaltos piratas que antaño entorpecían la navegación.

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Pero hay otro debate, tal vez aún más enconado, que afecta a los medios de comunicación, su sagrado derecho a la mentira y a la bicoca de la financiación pública. En su misiva, Sánchez apuntaba a la “galaxia digital ultraderechista” que había hecho causa contra su esposa con “informaciones espurias”. Después ha ido más allá y ha reclamado “herramientas para acabar con los bulos y la desinformación”. Con palabras sinuosas, sin ofrecer nada más concreto que un deseo o una esperanza, buena parte del personal informativo ha puesto el grito en el cielo, que si censuras, que si mordazas, que si viva la libertad de prensa, carajo.

Pero mira tú qué cosas. La semana pasada celebrábamos el Día Mundial de la Libertad de Prensa recordando que el compañero Pablo González lleva más de ochocientos días encerrado en una cárcel de Polonia en medio del silencio atronador del gremio. Algunos de los medios que hoy se yerguen como adalidades de la libre publicación, hace no tanto tiempo celebraban en sus tertulias el cierre del periódico Egunkaria y se burlaban de las denuncias de torturas. Años después, cuando la Audiencia Nacional estableció que aquella clausura no tenía sustento constitucional de ningún género, las rectificaciones fueron discretas. Pero la hemeroteca está ahí para sacarnos de dudas.

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A menudo se apela al artículo 20 de la Constitución y al sacrosanto derecho a expresar libremente nuestras ideas y pensamientos. Pocas veces se menciona, a renglón seguido, el derecho constitucional a “recibir libremente información veraz”. Y en tal conflicto de intereses, la verdad sale escaldada. Esa defensa sin cuartel de la palabra, por cierto, no ha existido cuando los librehabladores eran otros. Qué acertados los jueces que encarcelaban titiriteros, tuiteros y raperos. Qué perverso el Consejo de Europa, que denunciaba las “restricciones innecesarias o desproporcionadas” del Código Penal contra el derecho a la expresión libre.

No puedo dejar de mencionar aquí las conmemoraciones del 2 de mayo y sus soflamas partidistas. “Somos periodistas de la Transición”, decía desde el estrado Pilar García-Cernuda. Era su argumento de autoridad para avalar la honorabilidad de la Justicia y la prensa, los dos estamentos que la carta de Sánchez pone en cuestión. Casi sin querer, García-Cernuda confirmaba una veterana sospecha: que los gerifaltes de la dictadura hicieron uso de sus terminales mediáticas y de sus cronistas oficiales para apuntalar un relato amañado. Nadie se acuesta dando vivas a Franco y se despierta como un acendrado demócrata sin un servicial aparato mediático que obre el milagro.

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Y aquí está la madre del cordero, la concentración mediática, antes en manos de un Estado autoritario y ahora en manos de un selecto conglomerado corporativo que siempre escora sus líneas editoriales hacia el mismo terreno, la protección implacable del statu quo, una inercia conservadora que en la práctica no sirve para controlar las viejas instancias de poder sino para apuntalarlas. El cariz monocolor del paisaje mediático queda lejos de representar la matizada pluralidad que expresan las urnas. Eso que llaman libertad de prensa es en la práctica un privilegio de la clase dirigente, el derecho a alquilar los mejores periodistas al mejor postor para moldear a capricho la opinión pública.

La concentración mediática, de facto, supone una amenaza para la libertad de prensa en la medida en que una rigurosa minoría acapara la inmensa mayoría de los los espectadores, los ingresos publicitarios, las licencias de emisión y las subvenciones públicas. Allí donde no existen regulaciones, el pez grande termina devorando al chico. Ni siquiera se trata en puridad de libertad de mercado, pues las administraciones siempre acuden a socorrer a sus pupilos mediáticos con transfusiones monetarias de emergencia. En ausencia de una ley de medios, la oferta periodística seguirá capitalizada por un exclusivo puñado de empresas de comunicación. Una aristocracia informativa en toda regla.

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¿Cómo que es imposible poner coto a los bulos en un país que ha secuestrado libros, revistas, periódicos y películas por los motivos más peregrinos? ¿Cómo que no se pueden establecer controles mediáticos en un país que hasta bien entrada la democracia mantuvo el espíritu de la ley franquista de Prensa e Imprenta sancionada por el mismísimo Manuel Fraga? ¿Qué nuevos remilgos existen ahora que no existían cuando se cerraron por las bravas proyectos comunicativos como Egin, Egin Irratia, Ardi Beltza, Ateak Ireki o Apurtu.org? Nadie reclama que se extienda la censura ni las soluciones coercitivas, pero sorprende que hoy nos parezca tan gravoso lo que tantas veces ha sido tan fácil.

Dice Franco Berardi, en referencia al panorama mediático italiano, que ya no opera tanto la imposición del silencio como la proliferación de la palabrería. Y quizá ahí resida el meollo del problema. Ya no reinan las grandes mentiras de antaño sino las mentirijillas piadosas, banalidades cotidianas que impregnan la actualidad, saturan nuestra atención y socavan nuestra paciencia. Y puede que esa sea la estrategia principal de algunos grupos de prensa, sostener una cosa y la contraria, decir digo y Diego al mismo tiempo para que ya nadie sepa a quién creer y todos terminemos creyendo en nada. La herida del periodismo es profunda. Y esa torpe deriva, mal que nos pese, no hay juez ni ley de medios que la contenga.

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