Opinión · Otras miradas
El estoicismo de Europa
Profesor de la UOC e investigador de la Cátedra Ethos-URL
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Miquel Seguró
Profesor de la UOC e investigador de la Cátedra Ethos-URL
Fuerte, ecuánime ante la desgracia. Así define la Real Academia Española lo estoico. ¿Es esto aplicable a Europa? Parece que hay serias dudas para hacerlo. Nos precede una historia doméstica demasiado turbulenta y sangrienta, a lo que se le suma hoy la poca fortaleza interior de un proyecto que de común tiene el nombre y poco más, por no hablar de la supuesta ecuanimidad ante la adversidad.
Para referirse al estoicismo de Europa hay que remontarse a tiempos clásicos. A caballo entre los siglos I y II d.C. el imperio romano vivía uno de los momentos de mayor esplendor. Por entonces la idea de generar una gran cosmópolis que tuviera como punto centrífugo la ciudad eterna (Roma) respondía a la necesidad práctica de dotar de unidad la vastedad de sus dominios. El estoicismo, que se había afianzado en el IV a.C. con la muerte de Alejandro Magno y la disgregación de su imperio, propugnaba entre otras cosas el hermanamiento universal de las diferentes naciones alrededor del proyecto civilizatorio helénico. Los helenos creían que el conjunto de diferentes países y regiones que se habían conquistado debían coordinarse en torno a su sentido de civilización.
El universo era una gran ciudad en la que todo acontecía bajo la guía de la razón y el amor, en equilibrio. Ya no era la antigua polis griega y su oposición al resto de ciudades estado lo que regía el orden social. El horizonte se ampliaba a una gran concordia afianzada a partir de una ley natural y común a todos los hombres, fundamento de la justicia y la convivencia, que administrada el Estado. Dicho de otro modo: era la común participación de todos los hombres en una naturaleza racional común y orientada a la convivencia global la que elimina las diferencias y desigualdades, arbitrarias, entre razas, géneros y estamentos sociales.
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La concepción estoica de la realidad había calado en el desarrollo del Imperio Romano en lo que atañe sobre todo al necesario desarrollo de un gobierno que generara una interacción cosmopolita entre las diferentes particularidades administradas. De hecho, la primera representación de Europa como continente remite al siglo II d. C., cuando el emperador Trajano se disponía a disputar las tierras de Asiria y Babilonia. El bajorrelieve que conmemora el episodio dispone a dos personajes femeninos, Europa y Asia, junto a un escudo que recuerda la batalla de Alejandro Magno contra el rey persa Darío.
Max Weber se preguntaba en 1920 si existía una singularidad europea en su proceso de constitución civilizatorio. Y lo hacía porque entonces, como hoy, pervivía la sospecha de ser “diferentes”, eufemismo de “mejores”. Seamos sinceros con nosotros mismos: todavía hoy los europeos creemos, en mayor o menos medidas, que la nuestra es, de entre las que existen, la mejor de las civilizaciones posibles. Y si hemos aceptado que somos falibles y corruptibles y por eso necesitados de estar abiertos a las otras nos hace ser todavía mejores, es porque en el fondo queremos ser dignos del proyecto que proclamamos. Es una especie de narcisismo inverso que, relativizándose, viene a confirmar un gran secreto inconfesable: que Europa, sobre todo la Occidental, siente la responsabilidad de llevar al mundo a la civilización.
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Por eso asumimos con pública autocrítica la evidencia de que ninguna racionalidad comporta de por sí la harmonía, que la fortaleza del Estado no garantiza nada, que la democracia no es sinónimo de equidad y que los derechos humanos tienen de universal lo mismo que la voluntad de que lo sean. Porque también existe, a modo de réplica, una Declaración de los Derechos Humanos en el Islam o la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos. Pero precisamente por eso Europa es estoica. Porque no puede renunciar a plantearse el mundo y su destino desde su perspectiva global total, aun a costa de la tremenda contradicción y contrición que su ineptitud le ocasiona. Porque este es el papel que a sí misma se ha otorgado. Esa es su grandeza y su miseria, su trágica conciencia.
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