Opinión · Otras miradas
Que por qué nos queremos matar
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Queríamos celebrar el cumpleaños de Julia pero no teníamos para irnos de bares; nos juntamos en Casa de Campo, corros y botellón, y bebimos vodka negro y fumamos chinas viejas con tabaco de liar mientras bailábamos canciones del Spotify pirata. Vestíamos calzoncillos Calvin Klein de imitación, camisetas negras de rejilla y pantalones deportivos de segunda mano, pero había algo oculto bajo la ropa alegre que éramos incapaces de esconder: nuestras ganas de matarnos. Siempre llevamos encima ganas de matarnos, como el bolsito de Bimba y Lola una pija aspiracional o su abrigo de The North Face un portero nazi.
Se discute ahora cómo las redes sociales (los teléfonos móviles, en general) están afectando a la salud mental de los centenials; se escriben presuntos sesudos ensayos que buscan correlaciones entre el aumento de problemas mentales, como la ansiedad, la depresión o incluso el suicidio, con el uso de las redes entre los que somos más chavales.
Respecto a este tema se han formado dos bandos, y en uno de ellos, el antimóvil, parece que no hay nadie que haya hablado jamás con alguien menor de treinta y cinco años; todos han decidido montarse una película, pues siempre es más sencillo echarle la culpa a un aparatito que a uno mismo por haber contribuido a dejar el mundo hecho un escombro, en la que el responsable de la salud mental para el arrastre de los jóvenes es, no sé, el culo de la Rosalía moviéndose en TikTok.
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Es cierto que los centenials estamos machacados, pero no por las redes sociales – me genera lache escribir “redes sociales” –; estamos machacados porque esto se derrumba y no podemos hacer nada. Estamos machacados porque incluso cuando nos vamos de botellón, a la Casa de Campo o cualquier otro sitio, hay un halo de tristeza y odio y ganas de matarnos que nos acompaña como un puto parásito generacional.
Incluso de fiesta, en un cumpleaños con alcohol y drogas blandas, no podemos evitar alejarnos de la pena, que ya nos carcome y nos acompaña siempre porque es el gran lugar común de nuestra generación; la nuestra es la edad de la tristeza y la desesperanza, donde Daniela quiere meterse a Gran Hermano para ver si consigue pegar el pelotazo y vivir decentemente de alquiler (trabajar ya no te paga un piso), e Isma va de curro en curro sin saber qué hacer en el futuro, pues en todos sitios le repiten que no va a cumplir cuarenta años por culpa del cambio climático.
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Mientras los del móvil echan la culpa al aparatito, nosotros nos volvemos cada vez más ansiosos y con ganas de matarnos; ni siquiera en Casa de Campo nos olvidamos de que no podemos seguir pagando el piso en el que estamos viviendo (pero tampoco podemos irnos, pues no tenemos pasta para una fianza nueva) ni de que estamos viendo un genocidio retransmitido en 4k en todos las televisores ni de que nos enfrentamos a una de las mayores pérdidas de poder adquisitivo de toda la historia ni, y es lo más doloroso de todo, de que nuestros amigos se hacen viejos demasiado jóvenes, con sus caras impregnadas de canas y arrugas hondísimas, porque solo piensan en morirse y que todo se acabe.
Ojalá pudierais sentirlo, en serio. Ojalá pudierais pasaros por la Casa de Campo, aunque solo sea por un ratito, para entender que todas estas ganas de matarnos no vienen por abusar del móvil.
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