Opinión · Otras miradas
Mira tu barrio por última vez
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Llevo diez días llorando porque me tengo que ir de Alto del Extremadura, el único sitio en el que he sido feliz. Llevo diez días llorando porque me voy no por elección propia, sino porque me echan.
Llegué a Madrid siendo un niño grande o un adolescente mediano, todavía no lo sé bien; llegué a Madrid sin dinero y sin conocer a nadie más que a mí mismo, si es que puedo afirmar que en aquel momento me conocía. Me instalé en un barrio del sur, muy cerca del brutal curro de noche que me mantenía cuando era menor de edad, hasta que, tras trastear por habitaciones espantosas y pisos compartidos, encontré en Alto mi hueco: no recuerdo un día tan feliz como aquel en el que descubrí que había un trocito en esta ciudad con cielos morados al que podía decir que pertenecía.
Madrid es horrible, pero Alto de Extremadura es mi casa; todas las calles son estrechas y los bloques de ladrillos rojizos parecen madres cariñosas que proyectan sobre el asfalto sombras como cajas de cerillas; cada descampado inhóspito, desde El Olivar hasta los que colindan con la avenida Portugal ya en Casa de Campo, es para mí una balsa de azúcar que he tallado con calma en los pliegues de mis retinas. Pero no sé cuándo los voy a volver a ver, pues me echan.
Mi casero me quiere subir, por un marrón de mi contrato – se acaba, vaya, y hay que hacer otro –, más de ciento cincuenta euros al mes la renta, y no puedo pagarlo. Su piso, que es más mío que suyo porque yo aquí he escrito y amado y llorado, y él solo lo ha cedido por dinero, está infestado de cucarachas, mal reformado y con humedades peligrosas en todas las esquinas, pero yo he aguantado como creo que no se merece aguantar nadie. Ahora, sin embargo, no puedo soportar la situación más tiempo.
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El mercado ha reventado y es imposible encontrar en Alto no ya un estudio barato en el que vivir, sino una habitación en un piso compartido; los caseros, obcecados en parasitar como marcianos hasta la última gota de sangre de los inquilinos, han convertido el barrio en un lugar donde la gente ya no vive: aquí solo se puede resistir.
Ahora, en El Olivar se observa con incredulidad a quienes todavía viven en pisos minúsculos que no son bajos, pues la mayoría de nosotros infrahabitamos locales viejos reconvertidos con cuatro duros en viviendas en las que encerrar a chavales jóvenes; incluso en el bar Mauricio, donde los tercios se sirven fríos y todavía te apuntan los cafés en tu cuenta, los camareros hablan de irse: dentro de muy poco no quedará ni una persona a la que servir.
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Mientras los economistas deshumanizados hablan de rotación y de mudarse a otras latitudes para que ratas salivosas y haraganas puedan parasitar otra puntita más de dinero, nosotros nos despedimos de aquellos lugares en los que hemos amado y edificado nuestras vidas. No sé qué hacer con esta situación, en serio, solo me quedan fuerzas para seguir paseando un día más por el Alto sabiendo que es cuestión de días que me vaya para no volver; ahora solo quiero recordar el olor de todos los viejos del barrio con los que me cruzo, a los que quiero incluso besar en la cara para memorizar todos sus surcos y arrugas, y mirar por última vez las malas hierbas que crecen en los arrabales de las aceras entre el río, la carretera vieja de Extremadura y la calle Sepúlveda.
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