Opinión · Otras miradas
¿Por qué no nos amotinamos?
Investigador científico, Incipit-CSIC
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A lo largo del siglo XVIII se multiplicaron en Europa lo que los historiadores llaman “motines de subsistencia”. Cada poco tiempo, el pueblo se sublevaba contra la escasez de alimentos (fundamentalmente pan) y los precios abusivos que imponían empresarios agrícolas, intermediarios y especuladores. Durante mucho tiempo se consideró que los amotinados eran gente desesperada que reaccionaba espontáneamente a la amenaza del hambre. En los años 70, el historiador británico E. P. Thompson demostró que los motines eran realmente una forma de acción colectiva y organizada, con una larga historia y basada en los principios de una economía moral. En realidad, había poco de improvisación y mucho de movilización política.
Que en Inglaterra los motines se repitieran especialmente durante la segunda mitad del siglo XVIII tiene lógica: fue entonces cuando comenzaron a resquebrajarse los principios que regulaban las relaciones entre clases en el Antiguo Régimen y se abría camino un incipiente liberalismo. ¿Cuál era el problema? Que bajo el Antiguo Régimen las autoridades ejercían una cierta función social. Una función marcada por el paternalismo, pero que en última instancia reconocía derechos básicos a los súbditos: al menos, el derecho a no morirse de hambre. En momentos de crisis, las autoridades intervenían en los precios y castigaban a los acaparadores. Este tipo de acciones se volvió menos habitual a fines del siglo XVIII con la liberalización económica. ¿Qué te mueres de hambre? Pues mala suerte. Es el mercado, amigo.
Una de las cuestiones en las que insistió E. P. Thompson es que las razones para los motines de subsistencia eran de orden moral y político. Los rebeldes no protestaban contra la escasez en sí, inevitable cuando había malas cosechas, sino contra la escasez agravada de forma artificial por los acaparadores de grano. Es decir, luchaban por el mantenimiento de una economía moral que tenía a los especuladores por lo que eran. Unos delincuentes.
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La analogía con la situación de la vivienda actualmente es clara. Lo que está en juego es un bien básico y la escasez, artificial. Aunque el número ha descendido, solo entre 2022 y 2023, se ejecutaron 64.925 desahucios en España. Hay gente que se suicida porque pierde su hogar. Y no es por falta de parque inmobiliario: existen 447.691 viviendas nuevas sin vender en todo el país. En Madrid hay 97.000 viviendas vacías de todos los tipos y en Barcelona 75.000. Las casas hoy, como el cereal en el siglo XVIII, son bienes básicos que se acaparan y se usan para enriquecerse –a costa de destruir vidas–.
Solo que en el siglo XVIII la gente se amotinaba y hoy no. ¿Por qué?
Un motivo importante, quizá el más importante, es que ha desaparecido la economía moral de la multitud de la que habla Thompson. En el siglo XVIII era una gran mayoría desposeída contra una minoría privilegiada. Ya no. En España más del 75% de la población es propietaria –herencia del desarrollismo tardofranquista, que quiso crear una sociedad de propietarios en sustitución de una de ciudadanos–. Obviamente, ser dueño de tu hogar no te convierte automáticamente en un explotador. Mayor responsabilidad recae en los rentistas: cada vez que un casero sube el alquiler a sus inquilinos o destina un piso a uso turístico, está poniendo un clavo en el ataúd de nuestra economía moral.
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Pero a la economía moral no la asesina un puñado de caseros avariciosos, ni siquiera tres millones de rentistas. Es posible que mucha gente, quizá la mayoría, se preocupe por la dificultad de acceso a una vivienda por parte de las personas con menos recursos, incluidos los jóvenes –el 70% de los menores de 35 años vive de alquiler–. Puede ser, pero si esa preocupación no implica poner límites a los usos especulativos de la vivienda, entonces no existe economía moral alguna. Y los partidos a los que vota la gran mayoría de los españoles siguen resistiéndose a regular el sector.
Necesitamos recuperar la economía moral. Y lo necesitamos más que nunca. Porque si hoy cedemos en la vivienda, mañana pueden ser los alimentos básicos o el agua. No es un escenario de ciencia ficción. Es un escenario más que probable en el contexto de emergencia climática en el que nos encontramos y que ya estamos experimentado con algunos productos. El problema de la escasez real multiplicado exponencialmente por la especulación. Hoy es el aceite de oliva. Mañana puede ser el pan. Otra vez.
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¿Por qué no nos amotinamos? La respuesta es sencilla. Porque todavía no nos hemos dado cuenta de que nos va la vida en ello.
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