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Opinión · Otras miradas

Moral sexual. No siempre lo urgente es lo importante

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Allá por el 2001, Fito Cabrales ponía el acento en dos cuestiones que, llevadas al terreno del sexo, se tornan cruciales: “no siempre lo urgente es lo importante” y “siempre me pierdo (nos perdemos) en el mismo camino”.  

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Por desgracia, cuando se trata de abordar cuestiones relacionadas con lo sexual se suele priorizar lo urgente (los riesgos, los miedos, las prevenciones) a lo importante (los sexos y sus relaciones). Priorizando las urgencias, trabajando desde las miserias, llevamos muchos años, quizá, demasiados. Ojalá nos hubiéramos dado cuenta antes, llevamos ya mucho tiempo perdidos en el mismo camino. 

La nueva medida del gobierno sobre el acceso a contenidos para adultos en internet ha sido uno de los principales temas de conversación en los últimos días. Más allá de si nos parece o no pertinente, si consideramos lícito o no regular el consumo en población adulta para controlar el acceso de menores a páginas de pornografía, si creemos o no en su efectividad, el debate entraña, a mi juicio, una reflexión mucho más compleja y de mayor calado.  

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La cuestión fundamental estriba en qué consideramos válido y valioso en relación al sexo y abordar la moral sexual de nuestra sociedad pues el sexo es, también, una cuestión de moral. El término es definido por la RAE como “perteneciente o relativo a las acciones de las personas, desde el punto de vista de su obrar en relación con el bien o el mal y en función de su vida individual y, sobre todo, colectiva”.  

De forma más o menos consciente, e influenciados por nuestra cultura y nuestro tiempo, todo el mundo tiene una opinión acerca de lo que considera moralmente aceptable o inaceptable en relación al sexo. Por muy modernos que nos creamos, todos y todas tenemos un límite, un “hasta aquí”, ya sea en relación a identidades, deseos, relaciones, edades, parentescos, etc.  

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No es reaccionario asumir la dimensión moral del sexo ni tiene demasiado sentido tratar de reducir el debate al maniqueísmo puritanismo/liberalismo. El sexo no es de izquierdas o derechas, no es blanco o negro, el sexo es una cuestión humana. Su infinita policromía (que no es sino reflejo de la diversidad sexuada) constituye una enorme riqueza y conlleva, a la vez, una gran complejidad.  

Reconocer la existencia de una moral sexual es reconocer que existe cierta idea de lo que es valioso y cultivable en el sexo, en las interacciones entre los sexos y sus encuentros. Detrás de los debates sobre sexualidad -ya sean recientes como la “Cartera Digital Beta” del gobierno o clásicos como qué tipo de educación sexual queremos y a quién compete- subyace, de fondo, un problema de ambigüedad moral.  

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Hace unas semanas señalaba en “Normal es un programa de mi lavadora”, que la cuestión moral en torno al deseo erótico oscila, principalmente, entre dos concepciones radicalmente distintas: quienes consideran que el sexo es un aspecto como cualquier otro del ser humano y quienes consideran que el sexo es algo distinto, especial. Es en esta dualidad donde radica la ambigüedad fundamental en nuestras relaciones y que complica y complejiza nuestras interacciones. 

Considerar nuestras relaciones como “mero sexo”, sin que entrañe ninguna implicación, consecuencia o compromiso, es algo con lo que, a priori, mucha gente podría estar de acuerdo. Las relaciones sexuales serían entonces algo intrascendente, pertenecientes a la dimensión hedónica como podría serlo cualquier otro disfrute (por ejemplo, comer un helado o darse un baño relajante).  

Sin embargo, esta concepción olvida el necesario e inseparable componente moral que conlleva toda interacción humana. Si rascamos un poco, veremos que, en realidad, esto únicamente valdría para cierto tipo de relaciones. Nuestra sociedad tiene muchas limitaciones morales, relaciones que no están bien vistas e implican un juicio social, como, por ejemplo, las relaciones entre miembros de la misma familia o entre personas adultas con una gran diferencia de edad. 

Si el sexo es solo sexo… ¿por qué tendemos a considerarlo en la esfera de lo íntimo? ¿Cómo explicar los pudores, la vergüenza, el miedo, que puede darse en un encuentro erótico? ¿Por qué suele vivirse peor una agresión sexual que otro tipo de agresión? ¿Podemos equiparar una paliza con una violación? 

Por otro lado, el hecho de considerar el sexo como algo distinto, especial, implica que exista intencionalidad (esto es, un interés especial por esa persona en concreto, por lo que la hace distinta a cualquier otra) y anhelo de reciprocidad. Las relaciones sexuales serían algo significativo y corresponderían a la dimensión erótica.  

Conjugar valores y establecer consensos acerca de nuestra moral sexual como sociedad no es tarea sencilla. Como suele decir Agustín Malón, comparándolo con hacer puénting, esta es una de las consecuencias que tiene vivir en el experimento de la libertad: queremos la máxima libertad unida a la máxima seguridad, pero olvidamos que la libertad no está nunca exenta de peligros.  

La libertad introduce incertidumbre y esto puede generar malestar, sensación de no saber qué hacer. Las reglas del pasado ya no nos sirven, pero parece que aún no sabemos manejarnos sin una guía, sin un qué hacer y cómo hacerlo.  ¿Estamos en disposición de sacrificar nuestra libertad en pro de nuestra seguridad? ¿Queremos regular nuestras interacciones íntimas a golpe de legislación? ¿Es el Derecho quien tiene la responsabilidad de enseñarnos a convivir?  

Más allá de medidas paliativas planteadas con mayor o menor fortuna, más allá de las urgencias de turno, resulta imprescindible empezar a abordar las cuestiones importantes. Pasar de monólogos partidistas a diálogos plurales que aborden, de forma rigurosa y sosegada, el debate en torno al sistema de valores sexuales. Decía Simone de Beauvoir que, aunque hay doctrinas que prefieran dejar en la sombra los aspectos incómodos de la complejidad, la cobardía no satisface. Solo avanzaremos como sociedad en la medida que podamos abrazar la complejidad, asumir la ambigüedad y gestionar la incertidumbre.

Espero que, algún día, seamos capaces de dejar de mirar el dedo que apunta para mirar a la luna y (aunque no lleguemos a verle el ombligo) asumamos, con valentía, esta tarea. 

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