Opinión · Otras miradas
Es la ideología, estúpido
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
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Escribo esto desde la euforia del resultado de la segunda vuelta de las legislativas francesas. Una victoria de las derechas no fascistas me habría aliviado, pero la victoria del frente de las izquierdas me provocó una alegría bastante parecida a la que sentí el 23J del año pasado cuando logramos frenar en las urnas la mayoría absoluta del tándem PP-Vox que tanto habían cacareado las encuestas incluso cinco minutos antes del recuento de votos. Recuerdo que aquella tarde noche de hace casi un año me la pasé en un estado de nervios cercano al parraque hasta el punto de que me tuve que tomar una tila mientras comenzaba el recuento que además iba retransmitiendo a mi padre, bien por WhatsApp, bien por llamadas, pues mi pobre progenitor estaba aun más nervioso que yo y ni se atrevía a ver el escrutinio.
Salimos a celebrar el resultado electoral mi marido y yo, felices, aliviados y también un poco tristes por el resultado de Sumar, pero conscientes de que nos habíamos librado de vivir en un país con Abascal de vicepresidente -vivimos en una ciudad en la que la alcaldesa primero pactó con Vox y ahora se sostiene en el poder gracias a un tránsfuga de la extrema derecha-. Y no fuimos los únicos en salir a celebrarlo, pues en nuestro local favorito nos encontramos con amigos y también extraños y hubo risas y abrazos y alguna que otra lágrima también. Así que cuando veo las imágenes de la alegría de la buena gente francesa no puedo más que emocionarme y alegrarme con ellos y por ellos.
Incluso el más antifrancés de los antifranceses era capaz de entender lo que realmente nos estábamos jugando en estas elecciones en Francia, en el plano político y en el plano simbólico, porque las consecuencias de la victoria de la extrema derecha hubieran sido padecidas no solo por los franceses sino también por el resto de europeos. Bien lo sabían la extrema derecha española y sus voceros, que llevaban dos semanas alabando al Frente Nacional y blanqueando un partido abiertamente fascista, racista y putinista. Tan clara tenían la victoria de los de Le Pen que hasta Vox -poco dado a dar el callo en verano, otoño, invierno y primavera- sacó músculo facha y puso en la diana a los menores migrantes, una de sus víctimas favoritas pues no tienen quienes les defiendan, amenazando con dejar caer los gobiernos que tienen en coalición con el PP, y ahora están obligados a mantener el farol aunque con ello pierdan sus puestos y sueldos caídos del cielo. Abandonen o no los gobiernos de coalición, lo que sí han conseguido es que se vuelva a abrir una brecha enorme por la que colar su discurso contra las personas migrantes, un peldaño más en las guerras culturares del populismo que siempre empiezan con el lenguaje.
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Y es que el lenguaje es una herramienta maravillosa. Hace mucho tiempo que las feministas descubrimos que aquello que no se nombra no existe. ¿Quiere eso decir que si no existiera la palabra “asesinato” no habría asesinatos? No, por supuesto que no, pero nos resultaría muy complicado encontrar instrumentos para entenderlos y enfrentarnos a ellos como sociedad. Durante décadas nos empeñamos en describir la violencia machista y de género como asuntos meramente pasionales; hicimos lo mismo con los crímenes de odio -negar que estaban motivados por razones políticas contra minorías, personas y colectivos vulnerables-, por lo que cualquier intervención para prevenirlos fue inútil e ineficaz. Ganamos la batalla del lenguaje y ahora podemos entender todo lo que hay detrás de estos crímenes. Al ganar la batalla del lenguaje pudimos entonces construir una maquinaria legal, o al menos un prototipo, de prevención y de protección de las víctimas.. En Francia, por ejemplo, se enfrentaron el Frente Nacional y el Frente Popular: el concepto “nación”, tan cerrado, autoritario y excluyente, frente al concepto “pueblo”, mucho más diverso, incluyente e informal. El lenguaje, por tanto, encierra un poder enorme: con él no solo podemos entender la realidad, también moldearla o deformarla a voluntad.
La lección primera que aprende todo maltratador es que para doblegar a tu víctima primero tienes que hacer que piense que no vale nada. De la misma manera el fascismo necesita poner en duda la imagen de la política, las instituciones y la clase política para hacerse fuerte, pues su nicho se halla en el desprestigio y la desconfianza de la sociedad hacia ellas. Es cierto que en España la clase política y las instituciones -banca, prensa, judicatura- han colaborado activamente en la mala imagen y en la desconfianza que una parte importante de la ciudadanía siente hacia ellas. Fue un período que se inició hace veinte años con las mentiras de Estado para tapar la autoría de los atentados del 11M, eclosionó cuando los dos partidos mayoritarios, el PP y el PSOE, se arrojaron en los brazos de las políticas austericidas y vivió su esplendor con los brutales recortes en el Estado de Bienestar y de Derecho de la mayoría absolutista de Rajoy y los inmumerables escándalos de corrupción que le costaron la presidencia. Pero aquellos que salimos a las calles el 15M exigiendo el fin del Régimen del 78 también contribuimos, en cierta y mínima medida, a ese desprestigio.
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En otras palabras, no hilamos muy fino al hablar de “casta” o al querer resignificar cosas como la bandera, la patria o el himno nacional que, por mucho que nos pese, tienen su origen -y pertenecen- a los vencedores del 39. En Francia, en contraste, han construido su nueva República tras la victoria contra el nazismo y el fascismo y sus símbolos nacionales son hijos de la Revolución, así que no es lo mismo. Así que cuando Podemos, que consiguió rentabilizar y recoger ese malestar social, pasó de impugnar el Régimen a formar parte de él, no quedó nada a su izquierda con poder suficiente para formular de manera correcta ese malestar social, abriéndose así una brecha por la que se coló la extrema derecha que, de repente, consiguió investirse de una atractiva (y más falsa que una moneda de tres euros) aura de antisistema. Para ello además necesitaba también apropiarse de cierto lenguaje, para deformar así la realidad y adaptarla a sus necesidades.
Una de las bazas más poderosas del fascismo es haber conseguido hacer popular la falsa concepción de que “la política” y “la ideología” son cosas malas, siniestras y divisorias, las bazas con las que “los otros” alcanzan sus fines espurios y se imponen a la voluntad de “la gente”. La ideología es siempre lo de los otros, lo de uno, por tanto, no es ideología, es sentido común, lo normal, lo natural. Como si el racismo, el belicismo, el machismo o la homofobia no fueran ideología. Este es un juego peligroso y tramposo en el que nos quieren hacer caer de nuevo a pesar de las lecciones aprendidas del siglo XX, en un período histórico en el que nos volvemos a encontrar ante el precipicio del neofascismo, que ha regresado en tiempos de neoliberalismo extractivo descontrolado y se está alimentando del malestar, las incertidumbres y también las heridas sin curar que nos ha dejado la pandemia.
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Salvo en Italia -donde reina solitaria la ya paria incluso para los suyos Giorgia Meloni- hemos logrado esquivar la bala, con más o menos fortuna. Sin embargo los franceses este pasado domingo 7 de julio nos han mostrado de forma clarísima el camino a seguir, pues solo hay dos bandos: los fascistas y los antifascistas, que son todos los demócratas, los de izquierdas y los de derechas. La mejor manera de parar el fascismo es, sin ninguna duda, el llamado cordón sanitario, esto es, evitar que toquen el poder, aislarlos como la enfermedad que son, aunque ello implique tener que retirar a tus propios candidatos o votar a personas que no compartan tu ideología pero sí tu compromiso con la libertad y el bien común. Está claro que el "No pasarán" y el miedo al fascismo han movilizado a la sociedad y han logrado parar la ola reaccionaria en España y en Francia, pero esto no es suficiente, tiene que haber también un compromiso firme de volver a los grandes consensos entre demócratas, de hacer políticas sociales, de fortalecer el Estado de Derecho, de repudiar los discursos de odio, de no dar cancha al lenguaje ni al discurso fascista, de aislarlos y hacer que la política vuelva a estar a la altura de la sociedad.
Pero me temo que en España el Partido Popular no está dispuesto a escuchar ni a poner en práctica nada de esto, pues no sólo pacta con la extrema derecha en casa, también le hace ojitos a Meloni y a Le Pen. A las derechas españolas les debe de pasar como a Franco, que no les gusta eso de meterse en política.
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