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Opinión · Otras miradas

Entonces, ¿soy libre de dejar de ser gay?

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Una persona sostiene una pancarta durante una manifestación organizada por la plataforma de Orgullo Crítico - Europa Press

El pasado 15 de julio de 2024, después de destapar la prensa que un profesor de inglés del colegio Madre Josefa de Alaquàs y director del Centro Diocesano de Orientación Familiar Mater Misericordiae de Valencia captaba y proponía terapias de conversión a sus alumnos de secundaria, amanecí con unas declaraciones repugnantes.

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El obispo de Orihuela-Alicante, viejo conocido al que llevo años investigando, declaraba en su programa ‘Sexto Continente’ de Radio María que las personas LGTBI deben tener el derecho a recibir terapia de conversión.

Este necio dijo, sin que le temblara la voz, que “está permitido el cambio de sexo para quien lo desee, se pueden hormonar, se pueden hacer cirugías, pueden hacer lo que les dé la gana, pero en cambio se persigue legalmente a quien libremente trate de tener una supuesta terapia psicológica para revertir su tendencia homosexual. Es un liberticidio y lo primero que hay que hacer es reivindicar la libertad”. Este discurso no es nuevo ni está circunscrito a la Iglesia católica. En noviembre de 2020, VOX defendía en el Congreso el derecho de las personas homosexuales de ir a un especialista para que, en libertad, eligieran su identidad y su orientación sexual. Un argumentario que siguen manteniendo en la actualidad.

Por tanto, ante estas osadas afirmaciones, yo me pregunto: Monseñor, ¿soy realmente libre de dejar de ser gay?

Para responder a esta pregunta, lo primero que hay que hacer es ver cómo está formulada. Libre, ¿en qué sentido? ¿De qué libertad estamos hablando? Entiendo que lo que quiere decir su ilustrísima es que si quiero dejar de ser gay, el Estado no solo no puede impedírmelo, sino que debería de permitir que se me ofrezca un acompañamiento para modificar voluntariamente mi orientación sexual.

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Sin embargo, el primer escollo que encontramos ante esta cuestionable proposición es: ¿es esto posible?

La libertad de elección no opera frente a imposibles. Yo puedo querer aprender a volar y el señor Munilla puede decirme que, si sigo su itinerario –consistente en leer libros, no masturbarme, jugar al fútbol y tomarme unas pastillitas– lo lograré. Sin embargo, cuando me disponga a saltar de un sexto piso para comprobar si he rectificado mi incapacidad de volar, me estrellaré contra el suelo. Por tanto, no cabe libertad de elección donde esta no existe.

La cuestión sobre la eficacia de las terapias de conversión es algo que ha sido hartamente estudiado en la actualidad y un tema sobre el que existe consenso de todas las organizaciones de profesionales de la salud y de derechos humanos. Hoy en día, es imposible modificar la orientación sexual a voluntad siguiendo una terapia o proceso de acompañamiento. Todo ello independientemente de que, a lo largo de nuestra vida, podamos descubrir que sentimos atracción hacia personas de uno u otro género.

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No lo digo yo, lo dice la Asociación Estadounidense de Psicología (o APA, en inglés). Concretamente, en su informe de 2009 sobre la eficacia y riesgos de las ‘terapias de conversión’, donde revisó todos los estudios empíricos producidos entre 1960 y 2007 que afirmaban que “revertir” la homosexualidad era posible –y que Munilla refiere en su intervención como bases científicas que avalan sus acompañamientos pastorales.

Sus conclusiones son abrumadoras y categóricas:

(1) Los únicos estudios que muestran, de forma limitada, la capacidad de reducir a corto plazo y en situaciones de laboratorio la atracción sexual por personas del mismo género son los procedimientos aversivos como los de electroshock.

(2) Las “terapias de conversión” no permiten desarrollar atracción sexual hacia el otro género en aquellos casos en que esta no existía, teniendo un efecto limitado en personas bisexuales, es decir, acentuando la atracción sexual hacia el otro género entre aquellos que ya la experimentaban.

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(3) Ningún estudio que valida la eficacia de estos métodos de conversión sexual ha evaluado el bienestar y salud mental de las víctimas de estas prácticas, por lo que no se puede afirmar que su calidad de vida mejore tras ser sometidas a estas formas de violencia. En 2018, la APA reiteró, en un nuevo informe de seguimiento, que “no existe ninguna prueba sólida de que alguna intervención psicológica pueda modificar la orientación sexual de forma segura y confiable”.

Por tanto, la respuesta al primer interrogante es no. No es posible cambiar ni modificar la orientación sexual a voluntad mediante ningún tipo de técnica o acompañamiento.

Luego, los charlatanes –como Munilla– que afirman que sí que lo es, además de estar mintiendo y engañando deliberadamente a sus víctimas, se están prevaliendo de este engaño –a saber, que pueden reparar una supuesta heterosexualidad verdadera– para conseguir su consentimiento a ser sometidas a unas prácticas salvajes, aberrantes y genocidas que no funcionan.

No puede existir libertad para someterse a terapia de conversión porque no se puede consentir libremente a las mismas, ya que, este consentimiento parte del engaño de que estas son posibles. Cosa que no son.

Pero, avancemos un paso más. Imaginemos que estas prácticas son posibles. El siguiente interrogante que se me plantea es: ¿son seguras? ¿acaso son unas prácticas inocuas? ¿o, por el contrario, generan daños graves e, incluso, irreversibles?

De nuevo, los estudios publicados enumeran una larga lista de nefastas y gravísimas consecuencias que hacen de las ‘terapias de conversión’ no solo un crimen atroz, sino un problema de salud pública. La exposición a terapias de conversión duplica la probabilidad de que las víctimas intenten suicidarse y aumenta, en misma medida, la ideación suicida a lo largo de la vida. También se correlaciona con una mayor aparición de cuadros depresivos y ansiosos, así como con el desarrollo de trastornos psicosociales. No solo eso, sino que los estudios señalan que los supervivientes presentan sentimientos severos de culpa, impotencia, falta de esperanza, vergüenza, retraimiento social, soledad, decepción, pérdida de autoestima y aumento del autoodio; pudiendo llegar a provocar cambios permanentes en la personalidad.

Estas consecuencias no solo afectan a su salud mental y física, sino que se ha publicado que afectan la dimensión familiar –odio hacia sus padres–, social –pérdida de amistades e incapacidad de forjar nuevas, así como aumento de adicciones–, afectiva –imposibilidad de trabar relaciones románticas–, sexual –tanto problemas en la intimidad y disfunción sexual, como la participación en conductas de alto riesgo sexual–, académica –disminución del rendimiento escolar–, económica –pérdida de oportunidades laborales y una menor capacidad adquisitiva– y religiosa –pérdida de fe y sensación de vacío existencial– de sus vidas. Todo esto es lo que ha llevado a Naciones Unidas a calificar cualquier intento –incluidos los supuesto acompañamientos religiosos– de modificar la orientación sexual de una persona como prácticas inherentemente discriminatorias, humillantes y denigrantes. A ello, yo le añado el calificativo de genocidas porque, lo que eventualmente buscan, es eliminarnos. Acabar con las personas LGTBI y con las características personales e individuales que nos definen.

En último lugar, me asalta una duda final: ¿Y si no fueran peligrosas? ¿Sería deseable un mundo que, en lugar de modificar sus políticas públicas para combatir la violencia estructural contra la diversidad, nos diera la opción de “dejar de ser LGTBI”?

Rotundamente no. Por lo menos, quizás, hasta que en dicho mundo distópico existiera el mismo número de personas cisheterosexuales que solicitaran ser sometidas a “terapia homosexualizante”, que de personas LGTBI que optaran por dejar de serlo.

Si no fuera así, y solo se ofreciera la conversión a las persona LGTBI –como sucede en la actualidad–, ¿no estaríamos camuflando bajo el rótulo de libertad una política dirigida a “solucionar el problema” sin atajar las circunstancias estructurales que determinan que en una sociedad sea preferible ser cishetero a ser LGTBI? ¿Es esa una sociedad en la que sería deseable vivir?

Quiero decir, la LGTBIfobia no se puede combatir ofreciendo a las personas LGTBI la posibilidad de dejar de serlo, como si el problema fuera su identidad y no la existencia de un sistema que permite y no castiga las violencias que sufrimos. La sociedad utópica, a la que hemos de aspirar, es aquella que busque eliminar las prácticas e instituciones llevan a que las personas LGTBI, en algún momento de nuestras vidas, nos lleguemos a plantear que es mejor dejar de serlo.

Para Munilla, sin embargo, es claramente deseable una sociedad que permita –solo a los homosexuales, y no a la inversa– la posibilidad de dejar de serlo. Aun a costa del sufrimiento de niños y de adultos, a los que engaña con su discurso para confundir tortura con libertad y para reafirmarles en la idea de que es mejor vivir una vida atormentada pero heterosexual, que aceptarse y quererse a uno mismo tal y como es.

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