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Opinión · Otras miradas

La salud mental. a debate 

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Salud mental.- Freepik.

Recientes declaraciones a raíz de la presentación del Comisionado de Salud Mental del Ministerio de Sanidad vienen a reiterar la consideración por parte de algunos psiquiatras de la politización de la psiquiatría y la salud mental cuando se introducen consideraciones sociales causales del sufrimiento psíquico, como la pobreza, la desigualdad, la precariedad o la falta del vínculo social comunitario. Manifestaciones que parecen desconocer que hace décadas desde la Salud Pública se enseña que el peso de la determinación social subsume el resto de determinantes de la salud (sistema de salud, estilo de vida, formas de vida, medio ambiente, biología…) y que, al no ser demostrada una causa única del llamado trastorno mental, importa indagar en las formas de vida y en la construcción de subjetividades, así como sobre los factores protectores y perjudiciales para la salud. Pero esta denuncia es recurrente, de siempre se viene acusando de politizar el enfermar desde posiciones psiquiátricas conservadoras a todo cuanto se acerque a lo social o al cuestionamiento de su pretendida cientificidad del fármaco y la disfunción  neurofisiológica, erigiéndose en poseedores de un saber técnico y un hacer clínico  políticamente neutro, pretendiendo ignorar que sus discursos y prácticas actúan en campos en los que se enfrentan diferentes relaciones de poder y forman parte de las tecnologías políticas y las estrategias de gobernabilidad. 

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La Historia sirve para saber por qué hacemos lo que hacemos y decimos lo que decimos y nos enseña los cambios que se van introduciendo en la producción de la enfermedad-salud-cuidado, junto con  el hecho de que las respuestas que la sociedad da al enfermar y al malestar no suelen responder a las necesidades reales de la población sino a los intereses del poder político y económico en cada momento histórico. Los sistemas de salud son buena prueba de ello.  La cobertura pública y universal de la atención sanitaria era el modelo a seguir por las democracias europeas tras la Segunda Guerra Mundial, como en salud mental lo era la atención comunitaria. Pero el llamado Estado del bienestar acabó hace décadas con el triunfo del neoliberalismo. La privatización de la sanidad, con el mito de la mayor eficacia de los mercados y el necesario adelgazamiento de las cuentas públicas, convierte la  salud  en fuente de ganancias, potenciando la medicalización del malestar.

En psiquiatría, la introducción de nuevos medicamentos, no necesariamente mejores, pero si mucho más caros (antidepresivos como el publicitado Prozac, o antipsicóticos de nueva generación), respaldados por Clasificaciones Internacionales financiadas por la industria farmacéutica, colonizan el discurso psiquiátrico. Los psicótropos se convierten en la panacea de todo trato del malestar o desasosiego psíquico, su consumo, a cargo del Estado, un atajo acorde con la cultura de la época, pragmática y apresurada, que oferta soluciones a los problemas de la existencia: el miedo, la tristeza, la timidez, la culpa, al tiempo que se medicaliza el sufrimiento social en el imaginario colectivo: desahucios, desempleo, pobreza. Un sistema perfecto, escribe Mark Fisher, el capital enferma al trabajador, y luego las compañías farmacéuticas internacionales le venden drogas para que se sienta mejor. Las causas sociales y políticas del estrés quedan de lado mientras que, inversamente, el descontento se individualiza e interioriza. Todo ello, para Mark Fisher, constituye el núcleo del objetivo principal de la destrucción del concepto de lo público. Tratar la ansiedad, la depresión o la fatiga crónica como un problema químico o biológico dispensa al capitalismo de rendir cuentas de sus mecanismos alienantes (Realismo capitalista). Clasificar como enfermedades los problemas de la gente está permitiendo no atender de forma adecuada las causas del malestar y del posible conflicto psíquico que puede quedar opacado por un diagnóstico y un fármaco paliativo. No podemos olvidar que hubo un tiempo en el que los sentimientos de desasosiego o infelicidad, que hoy acaban diagnosticándose de ansiedad o depresión, fueron tomados como parte del orden natural de las cosas. O lugares, y momentos históricos, donde la locura o psicosis convivieron y conviven, de una u otra manera, con la comunidad.  

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Volviendo a las denuncias con la que se inicia este articulo, el debate hoy no está primordialmente en quién politiza y cómo la salud, ni en la antigua cuestión de si el cuerpo o la mente, por otra parte, una discusión banal, pues ¿cómo dudar de la interrelación mente cuerpo, de la construcción discursiva y la repercusión cerebral, si no es porque la respuesta está condicionada por razones económicas y perjuicios ancestrales? 

Las preguntas que nos interrogan hoy son de otro orden y, en mi opinión, deberían tratar sobre cómo es posible que después del gran desarrollo de las neurociencias, de la psicoterapias, los grupos de apoyo mutuo entre pares, las tecnologías rehabilitadoras y los programas de atención comunitaria, los llamados trastornos mentales no hayan disminuido sino aumentando exponencialmente. Tal como plantea Alberto Fernández Liria, en un reciente artículo de Público, “Son muchos debates. Y deben desarrollarse en foros muy distintos que van desde las revistas científicas a los parlamentos pasando por las familias y las comunidades. Pero no creemos que ninguno de ellos deba sustraerse a la opinión pública y este escrito pretende expresar nuestra intención y nuestro compromiso de contribuir a llevarlos a ella”. 

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