Opinión · Otras miradas
Maltrato de élite
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Lo normal cuando un crío se da un coscorrón es mirar cómo está, pelearse entre madres y abuelas por hacerle un arrumaco y ponerle una moneda de cincuenta pesetas en el chichón. Sin embargo, acabo de ver un vídeo escalofriante en el que una niña de metro y medio de altura y con una fractura por estrés en la tibia, cae en vertical de forma que todo el peso de su cuerpo se vuelca sobre su cabeza. Es una mala caída. Una caída de las de exclamar “ay, la nena, que se nos mata”. De las de tumbarla en el sofá y preguntarle cuántos dedos tengo aquí. De las de, qué diablos, correr a urgencias. Pero la chavala está rodeada de adultos —un médico entre ellos— que, lejos de inmutarse, solo esperan que la pequeña reanude su actividad. Al fin y al cabo, solo es una gimnasta. Esa actitud negligente por parte de quienes la rodean se permite porque está en juego la gloria, el honor, una medalla olímpica y también, por qué no decirlo, unos buenos dineros. La gimnasta se llama Dominique Moceanu y tenía 14 años el día de la caída.
El deporte de alto nivel es muy exigente. Hay que pasar por el aro. Es duro, pero es eficaz. Existe un pacto entre entrenador, deportista y familias para conseguir un objetivo. Es un aprendizaje para la vida. Todas estas frases se dicen en un momento u otro para justificar el maltrato al que se somete en ocasiones a jóvenes atletas. La medalla es el fin que justifica los medios, unos medios que a veces empiezan antes de que nazca el deportista.
Al señor Williams se le ocurrió que entraría mucho dinero en casa si algún hijo suyo se dedicara al tenis. Entonces redactó un plan y le dijo a su esposa que tocaba ampliar la familia. Al poco tiempo nacieron Venus y Serena. Los padres de Moceanu habían decidido convertir en gimnasta a su primer bebé, y por eso en cuanto tuvieron a la pequeña Dominique entre sus brazos la colgaron de la cuerda de tender la ropa para comprobar cuánto aguantaba. El padre de Andre Agassi obligó a su hijo a abandonar la cancha de fútbol donde se divertía con sus amigos y lo condenó a devolver las dos mil quinientas pelotas diarias que expulsaba la máquina lanzapelotas que él mismo había fabricado. Los corredores Jakob, Henrik y Filip Ingebrigtsen han repudiado a su padre, un hombre que ejercía de entrenador y que, bajo amenazas y agresiones, les exponía a un trabajo inhumano. Joss Verstappen forzó a su hijo, el piloto Max Verstappen, a conducir un kart hasta que al crío se le congelaron los dedos; más adelante, lo abandonó a su suerte en una gasolinera después de que perdiese en una competición. Los miembros de la selección española de waterpolo que ganó la plata en Barcelona y el oro en Atlanta narran con sosegada resignación los abusos cercanos a la tortura que sufrieron bajo las órdenes de Dragan Matutinovic. Nadie escuchó a las primeras gimnastas que se atrevieron a acusar formalmente a Larry Nassar, médico del equipo nacional de gimnasia de Estados Unidos, de agredirlas sexualmente. Hubo quien criticó a Simone Biles, una de las víctimas, cuando por fin decidió darse un respiro y cuidar su salud mental en los Juegos Olímpicos de Tokyo.
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Cuidarse, a la vista de algunos, no es algo que un deportista de élite pueda permitirse. Por eso hay gimnastas que entrenan y hasta compiten con lesiones que requieren reposo; por eso se habla del “método Williams” o el “método Dragan” como si fueran fórmulas de ejercitación “controvertidas” o “polémicas”, como se suelen calificar, y no técnicas que someten a niños y jóvenes a situaciones que, si eliminamos las palabras “eficacia” o “deporte de élite” de la ecuación, son puro y duro maltrato.
Es fácil aprovecharse de un vacío legal en el que conductas reprobables no son delito porque los padres obedecen o se compinchan con el entrenador y firman las correspondientes autorizaciones, aún en contra del bienestar de sus hijos. Es fácil, en una sociedad en la que hasta hace poco nadie cuestionaba las condiciones en las que había entrenado para lograr un diez aquella chiquilla de treinta kilos de peso que nunca sonreía.
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El caso es que hoy lo sabemos. Llevamos años asistiendo a un goteo de deportistas que denuncian a sus entrenadores o que piden divorciarse de esos padres que, aparte de robarles la infancia, se estaban puliendo su fortuna. Quizás sea hora de que nosotros, el público, empecemos a hacernos preguntas sobre el deporte de élite. Por ejemplo, si no lo pasaríamos igual de bien si las piruetas no fueran tan triple mortal, si corrieran unas décimas menos veloces, si tuviésemos la certeza de que los atletas disfrutaron del proceso que les llevó —o no— hasta el podio, si los entrenadores que son respetuosos y no abusan de su poder no consiguen también excelentes resultados. Los más aguerridos podemos incluso valorar si es necesario que exista algo llamado deporte “de élite”.
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