Opinión · Otras miradas
El inmigrante: un espejo en que mirarnos
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Al igual que ocurriera en 2016, el odio al inmigrante está suponiendo uno de los pilares narrativos en la campaña electoral de Donald Trump, con la diferencia de que ahora el expresidente cuenta con el favor de Elon Musk, dueño y señor de X (antes Twitter) para amplificar su mensaje a base de mentiras. En la charla que ambos mantuvieron en dicha plataforma el pasado 13 de agosto, buena parte de las dos horas que duró se dedicaron a sembrar un miedo injustificado a esos “ilegales” que habrían cruzado la frontera con el (falso) beneplácito del partido demócrata, para después colapsar los servicios públicos.
Otra parte de la conversación giró, paradójicamente, en torno a cómo recortar servicios públicos, precisamente, lo que Musk denomina “eficiencia gubernamental” y podría convertirse en una oficina dirigida por el magnate tecnológico. El dislate se explica solo. Trump incluso ha anunciado su intención de eliminar el Departamento de educación, del que salen cuantiosas subvenciones para el degradado sistema escolar, pero no importa: la culpa de la decadencia norteamericana la cargaría el extranjero previsiblemente no blanco. Lo demás: la carestía de la atención sanitaria, la epidemia de opiáceos, la ubicuidad de las armas, la pobreza o el hambre en una de las naciones más ricas del mundo directamente no merecen mención cuando la ira social puede exaltarse a base de alusiones a una otredad siempre imaginaria, pero siempre amenazante.
Las ultraderechas europeas, como relata Andreas Malm en Piel blanca, combustible negro (Capitán Swing, 2024), hace tiempo que abrazaron un modelo social basado en el fascismo fósil aunado al racismo. La potencia de la depredación natural, junto a la expansión del extractivismo para crear exclusivas islas de afluencia, vendría de la mano de una práctica discriminatoria y criminalizadora frente a quien no se considera un igual. El inmigrante, podría decirse sin ambages, se alzaría como una suerte de chivo expiatorio en quien depositar los caudales de malestar que nos lega una modernidad trastabillada, un progreso convertido en pesadilla neoliberal, cada vez más plagado de desigualdad. Así, Estados Unidos y Europa están siguiendo un patrón con la población más vulnerable que ya analizó Hannah Arendt en su magistral estudio Los orígenes del totalitarismo (1951), tras exiliarse de su Alemania natal ante la posibilidad de ser exterminada por judía.
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Arendt explica que el “enemigo objetivo” se define antes de que cometa ningún crimen, porque es un perfil, una categoría concreta de personas, a las que se cree “portadoras de tendencias” violentas, delictivas, como si pudiesen contagiar una enfermedad. La filósofa señala que nunca hay un sólo enemigo objetivo, sino que éste se va actualizando conforme se vayan exterminando poblaciones, para mantener el antagonismo con los sectores sí deseados. Podemos pensar los discursos que están circulando respecto a la inmigración en nuestro país como versiones contemporáneas de esa construcción del enemigo tratada por Arendt; una construcción relativamente reciente que comparte estigmatización con otros colectivos (por ej. los “okupas”, prácticamente inexistentes), pero no derechos, obviamente.
Ahora bien, a esa figura simbólica, “el inmigrante”, condensación de males atávicos y odio social que sirve al fin de movilizar votantes y blindar una agenda deleznable, no sólo hay que humanizarla, debido a la cantidad de dolor que engendra el mero hecho de emigrar –heredado, además, por la descendencia, españoles demonizados por el color de su piel, entre otros factores–. También hay que leer en ella los peldaños fallidos de un Estado cuya población se encuentra con tal disposición al odio; también, por supuesto, hay que recapacitar sobre las causas que provocan esos desplazamientos demográficos y la negativa de Occidente a paliarlas.
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Según datos recogidos por el Parlamento Europeo, en el año 2050 podría haber hasta 1.200 millones de personas emigradas debido a la crisis climática (sequías, inundaciones, tifones, etc.). Los principales responsables de dicha crisis son unas potencias que han ejercido distintas políticas imperialistas, productoras de ruina en unos lugares en muchos casos más expuestos a eventos meteorológicos extremos. Que la virulencia del fenómeno esté siguiendo patrones coloniales, afectando más al denominado ‘Sur Global’, obedece a cuestiones climáticas, pero asimismo a dinámicas históricas de explotación que han machacado sistemáticamente a los cuerpos juzgados como inferiores y esquilmado sus tierras. El inmigrante, podría argumentarse, nos recuerda esa injusticia y nos devuelve el espejo de la acumulación originaria; el “enemigo” de Arendt podría arribar a nuestras costas con una ristra de reproches. Por eso, de acuerdo con la (ultra)derecha, debe ser aniquilado.
Aunque sea importante señalar que no tenemos un problema de seguridad ciudadana, mucho menos debido a la inmigración; que nadie en su sano juicio se lanzaría a un viaje lleno de hostilidades donde la meta, si no cuesta la muerte, se paga con marginalización; que, al igual que en Estados Unidos, los extranjeros no obstruyen los servicios públicos porque éstos se encarga la derecha de desmantelarlos; quizá lo más relevante a la hora combatir el odio reinante sea subrayar nuestras contradicciones históricas, y las predicciones que apuntan a su exacerbación en forma de caos ecosocial.
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