Opinión · Otras miradas
Un tapón para enloquecerlos a todos
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Cargaba hace unos días Mariano Rajoy, en el Foro de la Toja —donde coincidió con Felipe González—, contra los nuevos tapones obligatoriamente unidos a las botellas de plástico, decretados por la Unión Europea. Contaba que un día se empapó entero de agua al intentar beber de una. Nos descubrió de tal modo que tuvimos siete años de presidente de una potencia media en crisis gravísima, con cuarenta y tantos millones de habitantes, a un señor que no sabe beber de una botella. Es para darle una pensada.
Comenta Jorge Dioni que «el nuevo tapón de botellas de plástico es como un test Voight-Kampff de la ranciedad». Subleva a Rajoy y a García-Albiol; Arturo Pérez-Reverte tuitea fuera de sí que cada vez que tiene sed, recuerda que «en Bruselas hay un hijo de puta que, cada mes, cobra un sueldo y unas dietas» por complicarnos los tapones de las botellas de agua; y uno se acuerda al leerlo de esa especie machista según la cual las mujeres son incontrolablemente emocionales, propensas a la histeria. El flemático creador del capitán Alatriste pierde los concurrentes por un tapón que persigue un fin tan sensato como evidente: reducir las acumulaciones de residuos plásticos, un tema del que ilustra la gravedad el hecho de que ya se han detectado microplásticos en la atmósfera, en el fondo de los océanos y en los testículos de todos los hombres participantes en un estudio. Es casi seguro que hay plástico en los orgullosos cojones del literato cartagenero, como en los de todos nosotros.
La reacción del siglo XXI es un asunto muy serio —que se lo digan a los gazatíes, los beirutíes o los kievitas—, pero, como tantas otras cosas en este tiempo de locos, a veces cuesta no tomársela a broma. ¿Cómo tomarse en serio a quien decía en octubre de 2022, en El hormiguero, que «los jóvenes no están preparados para el iceberg del Titanic», sin él estar preparado para una botella de agua de la que no se separe el tapón? Nada más frágilmente cristalino que estos hombres blancos y mesocráticos, de cuya boca jamás se caen los denuestos contra la generación que llaman de cristal.
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Ironizaba un día César Rendueles sobre las ínfulas de la generación Conan, de un modo que también vale para los hombres acomodados de la anterior —como Reverte—: «Las dos infancias más duras de la historia se han dado en Esparta y en la imaginación de unos cuantos cuarentones resentidos con el mundo. Que no has pasado la guerra, José Luis. Que te tiraste la infancia delante de la tele viendo Oliver y Benji, comiendo bollicaos con la calefacción echando chispas». Varones criados en una época ya básicamente próspera, pero descepillada aún en cuanto a sensibilidad ecológica, igualdad entre sexos y otras hierbas de la verdadera modernidad, ahora se deshacen como copos de nieve —los snowflakes contra los que brama la ultraderecha estadounidense— si se les pide freírse un huevo, fregar media baldosa, acostumbrarse a una nueva botella de agua, reciclar.
I just want to drive my car and grill my steak, lematizan los trumpistas: solo quiero conducir mi coche y asar mi filete. Lo dicen en sentido victimista: no me dejan conducir mi coche ni asar mi filete, pobrecito de mí. Pero los victimarios son ellos: solo quiero conducir mi coche y asar mi filete abarrotado de microplásticos, y que arda Troya por lo demás, que perezca a mi alrededor este mundo que se me ha vuelto un iceberg diario, un iceberg cada hora, un témpano aterrador de hielo cada vez que me piden una remota brizna de responsabilidad. El ridículo que hacen, el infantilismo de la peor clase que transmiten, no los hace menos peligrosos, claro, como no deja de serlo un niño malcriado con una pistola o un bebé que gateara enrabietado por el Despacho Oval, cerca del botón nuclear desatendido. De eso va nuestra era: de malcriados niñatos de derechas haciéndose con los mandos de los países, las redes sociales más populares, los programas de televisión más seguidos, las novelas más superventas, el arsenal nuclear.
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Un tapón puede enloquecerlos a todos, y esa locura atarnos a nosotros en las tinieblas, en la tierra de Mordor, donde se extienden las sombras.
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