Opinión · Otras miradas
Yo voté a Kodos
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Es una escena infantil de la que ya casi no me acordaba pero que ha vuelto como una ráfaga caliente a mi memoria. Estamos en los primeros años noventa. Mi primo y yo nos hemos despertado alborotados porque hoy no es día de escuela y podemos ver Pressing Catch. Embobados, con los ojos imantados frente a la pantalla, soñamos que nos convertimos en alguno de aquellos luchadores, personajes espléndidos con disfraces de fantasía que nos seducen entre posturitas y cabriolas. El público vibra y nosotros vibramos con él porque ha llegado Hulk Hogan al cuadrilátero y es nuestro favorito. Amamos su bandana, su mirada desorbitada y ese bigote rubio de motorista pendenciero.
Entonces, como en el despertar abrupto de un sueño, mi tío pasa delante de la televisión y dibuja una sonrisa indulgente. "Todo eso es de mentira". Mi primo y yo no estamos dispuestos a tolerar semejante herejía. ¿Quieres decir que esos gritos de dolor son falsos? ¿Que los músculos relucientes son de pega? ¿Que los choques cuerpo a cuerpo forman parte de una calculada coreografía? Ni hablar del peluquín. Para un niño crecido en los noventa, la lucha libre es tan verídica como un telediario y el maquillaje de El Último Guerrero es no mucho más sospechoso que las corbatas de José María Carrascal.
Con los años uno aprende a detectar todo lo que el mundo tiene de teatro, no solo la industria estadounidense del espectáculo sino también su orden político. En aquellos tiempos de Pressing Catch vimos por ejemplo los estragos de la guerra del Golfo, el primer bombardeo televisado en riguroso directo, y aquellos fulgores explosivos en la noche de Bagdad eran reales pero tenían algo de impostado. De hecho, George H. W. Bush justificó el ataque después de que todas las emisoras difundieran el testimonio lloroso de una niña kuwaití llamada Nayirah. Ahora sabemos que aquellas lágrimas eran tan falsas como las acrobacias de Hulk Hogan.
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Las tecnologías han multiplicado el show y ya no necesitamos reunirnos en torno a la televisión para asistir a una lluvia de misiles. Ahora la sangre asoma en el recinto íntimo de nuestros teléfonos móviles. Tampoco necesitamos esperar al telediario para conocer los pormenores de la política estadounidense porque las noticias se inmiscuyen por todas las rendijas de nuestra vida cotidiana. Delante mis ojos embobados, imantados frente una red social cualquiera, Obama rapea junto a Eminem en un mitin de Kamala Harris. Ya no soy ningún niño pero he visto el bigote pendenciero de Hulk Hogan en un mitin de Donald Trump.
Me he dado cuenta de lo mucho que sabemos sin querer de las campañas electorales estadounidenses. Sabemos de qué pie baila Taylor Swift. Sabemos que Beyoncé apoya a Harris y que Musk es trumpista hasta las trancas. En 1996, en un evento del Partido Demócrata, los Clinton bailaron la Macarena y no hubo un solo medio en España que no recogiera la ocurrencia. En su momento, Barack Obama blandió con tanto éxito el "Yes we can" que eclipsó con creces el origen sindical del lema: la huelga de hambre de César Chávez en Arizona y el liderazgo de Dolores Huerta en la Unión de Campesinos, que en los años setenta empezaron a corear el "Sí se puede".
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Desde todos los foros se nos invita a tomar partido. Donald o Kamala. Republicanos o demócratas. Elefantes o burros. En efecto, los niños rata de la alt-right están enchufadísimos con la posibilidad de que las gorras rojas de MAGA regresen a la Casa Blanca, así tengan que asaltar otra vez el Capitolio vestidos de Pressing Catch. A la par, el cártel del bulo hace sus ñapas desde las profundidades de X y Jeff Bezos asoma la patita torciendo la línea editorial del Washington Post. Dicen que una victoria de Trump daría un espaldarazo a la cultura del odio, consolidaría a Valdímir Putin y contentaría a los muchos partidos iliberales que han prosperado en Europa.
En la lógica del mero descarte solo nos quedaría Kamala Harris, pues la trampa del bipartidismo deja escaso espacio a los matices. La campaña demócrata, entre otras cosas, ha hecho bandera del derecho al aborto ahora que aún colea la controversia sobre la muerte de una mujer embarazada en Georgia. Hace dos años que el Tribunal Supremo restringió los derechos reproductivos y aún se están pagando las consecuencias. Harris también ha prestado atención al sistema de salud. Incapaz de promover nada parecido a una sanidad pública, se compromete a proteger el bastión de Medicare y defiende una reducción de los precios de la insulina.
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Mi espíritu más infantil me dice que Donald Trump no es Kamala Harris igual que El Último Guerrero no es Hulk Hogan. Pero la voz de mi tío suena al fondo como un silbido de la conciencia. "Todo eso es de mentira". Hay diferencias sensibles, por supuesto, aunque el fondo de la cuestión está coreografiado y no deja apenas margen para el debate. Ninguno de los dos candidatos, pongamos por caso, tiene otro programa internacional que no sea continuar suministrando armas a Netanyahu y echar más leña al fuego del genocidio. Israel tiene legítimo derecho a la defensa, dice Harris mientras se le llenan las convenciones de abucheos.
Como soy una víctima del colonialismo cultural, no puedo dejar de recordar a Kang y a Kodos, los dos extraterrestres de Los Simpsons que se presentan a las elecciones con un mismo programa oculto. Someter a la población. Restaurar la esclavitud y conquistar nuevos planetas. Hay un tipo que se plantea escoger una tercera papeleta pero los alienígenas lo disuaden. "Adelante, tira tu voto a la basura". Cuando por fin Kang se impone en las urnas, Marge se pregunta qué demonios hacen los ciudadanos de Springfield sometidos a trabajos forzados. Con una cadena al cuello y un chasquido de látigos a su espalda, Homer responde en un retintín antológico. "A mí no me mires, yo voté a Kodos".
Por fortuna, en este lado del océano no tenemos ninguna obligación de elegir entre Trump y Harris. De hecho, si en Europa nos interesan estos comicios es porque dirimen el futuro de una potencia mundial que lleva décadas colonizando nuestras voluntades. Que dirige un espacio geopolítico donde ocupamos una posición subalterna. Que exhibe sus teatrillos en nuestras televisiones. Una potencia mundial donde no vale tanto el voto como el capital, poderoso caballero de lobbies y magnates. Como dice un viejo chiste, Estados Unidos tiene la mejor democracia que el dinero puede comprar. Y como hubiera dicho mi tío, es toda de mentira.
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