Opinión · Otras miradas
Transformar lo común
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Claudio Zulian
Cineasta y artista
Lo “común” está ahora en el centro del debate político: se reflexiona sobre este concepto en libros y foros, se invoca en los discursos, se usa en el nombre de las organizaciones. Es fácil imaginar que una palabra y un concepto tan difusos puedan ver cambiar su sentido según las referencias y las intenciones de quien lo usa. Christian Laval y Pierre Dardot, en su libro titulado precisamente Común, intentan acotar el significado del término y proponen diferenciarlo respecto de los “bienes comunes”, utilizando “común” sólo para indicar un principio político que está caracterizado por la participación.
Este es, por lo demás, el sentido más habitual del uso del término en el campo político. Según esta definición se trataría más bien de una forma de hacer política que de un contenido con unas propuestas precisas. No definir aquello que se quiere hacer, sino discutir sólo del modo en que se toman las decisiones, deja sin embargo fuera de la reflexión lo que se entiende de manera más corriente con la palabra “común”: aquella parte de nuestra experiencia y nuestra cultura que compartimos con los otros. Lo que tenemos “en común” con nuestros vecinos, con nuestros conciudadanos, con los otros habitantes del planeta.
De hecho en los discursos políticos actuales hay a menudo una confusión entre los tres sentidos que acabamos de mencionar de la palabra: lo común como forma del proceso de participación política, como bienes comunes o como cultura y experiencia que compartimos. Esta confusión es fuente de tensiones y contradicciones. En particular, lo común político es ahora una cuestión por la que se lucha: define dos campos enfrentados (los que lo reivindican y los que lo obstaculizan).
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Los que hacen de él bandera tienden a interpretar lo común de la cultura y de la experiencia según su patrón de lucha. Intentan así aplicar la lógica binaria amigo-enemigo, propia de la legítima lucha política democrática, a un terreno también habitado por las tensiones políticas pero de un modo mucho más complejo y entreverado. El resultado es un intento de simplificación de lo común cultural y experiencial que perjudica gravemente los propios actores de la lucha por lo común político. En concreto, muy a menudo se intenta identificar lo común cultural como el producto del activismo, puesto que este último es el pilar de las organizaciones que defienden y promueven lo común político. Esta visión remite a un viejo jdanovismo nunca desaparecido del todo en el ámbito de la izquierda: la cultura tiene que someterse al proyecto político. Pero se alimenta sobretodo de un menosprecio genérico por los análisis y los productos culturales sofisticados.
En el ámbito del activismo político progresista se liquida frecuentemente casi toda la historia y la producción cultural como algo “de clase”, “burgués”, “de los de arriba”, “del patriarcado” o “colonial”, en una versión light de la vieja tabula rasa revolucionaria. Puesto que también, en ese ámbito, se intenta evitar suscribir la cultura de masas (cuyos postulados de simplificación y fácil transmisión son peligrosamente similares), el resultado es la promoción de una cultura básicamente amateur identificada como aquella que se produce “en la calle”.
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Aunque Antonio Gramsci no es figura desconocida en el ámbito del activismo político progresista, parece que hay un olvido generalizado de una de sus lecciones principales: sin hegemonía cultural no hay hegemonía política de largo alcance. Y su corolario: la hegemonía cultural no es la imposición de lo político sobre lo cultural, sino una nueva elaboración la historia cultural que reinterprete esta última y la proyecte hacia el futuro. Es obvio que la cultura amateur, aunque tenga un rol importante de cohesión social, no tiene ni este objetivo ni esta potencialidad.
Existen además unos problemas importantes a la hora de plantear un análisis binario de la cultura actual. El principal es que la cultura “de la calle” consiste básicamente en la cultura de los medios de comunicación de masas. Lo popular actual es eso, incluso cuando es reivindicativo. Por ejemplo, el programa del coro “Voces LGTB” del World Pride de Madrid en 2017 se compone de temas de Freddie Mercury, Mocedades, Camarón de la Isla, ABBA y Raphael, cantados con arreglos polifónicos (y el resto de la programación de este macroevento sigue en la misma línea). La cultura de masas, además, ya no es sólo una cultura actual, sino que es una cultura histórica. De hecho, la programación de las “Voces LGTB” es una programación nostálgica: varios de los autores citados han muerto o ya están retirados. El propio arreglo polifónico es un intento de inscribir esos temas en un panteón “clásico” que conforma un cierto canon popular.
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Por otra parte, la cultura “burguesa” ha dejado de existir porque la propia burguesía como clase culturalmente diferenciada ya no existe. La cultura de los ricos es ahora la misma que la de los pobres. Para despejar las dudas puede ser suficiente ir a un exclusivo colegio privado y preguntar cuántos adolescentes escuchan a Beethoven en vez que a Katy Perry o Ed Sheeran. O considerar como entre las personas más ricas del planeta hay cantantes como Beyoncé que promueven justamente una cultura “de barrio”. La cultura que fue burguesa (la de la universidad, la literatura del “yo” y la música sinfónica) no ha desaparecido, sino que es ahora una urdimbre más en un entramado complejo e inclusivo, con innumerables hibridaciones. En esto consiste ahora nuestro común cultural y experiencial. Precisamente en razón de su complejidad es irreductible a un único propósito de dominación. Los procesos de reapropiación como el descrito más arriba respecto de las “Voces LGTB”, impiden cualquier simplificación. Es obvio que el capitalismo ha producido y produce la cultura de masas persiguiendo sus propios objetivos de dominio, pero es también obvio que nuestras vidas no pueden interpretarse simplemente bajo el prisma de la sumisión.
Lejos por lo tanto de cualquier simplificación maniquea, un proyecto político que quisiera fundamentarse en una hegemonía cultural debería emprender un análisis de nuestra cultura y de nuestra experiencia común en toda su complejidad. A partir de este análisis se podrían detectar puntos de ruptura, posibilidades de construcción y de transformación. Nada de esto es tarea de amateurs, sino de personas bien formadas respecto a la historia cultural mundial y de creadores capaces de generar esas “imágenes que piensan” de las que hablaba Benjamin (y que pueden, sin duda, inervarse e hibridarse con formas culturales más masivas y amateurs). Las personas que pueden llevar a cabo estas tareas son los aliados más importantes a la hora de construir una hegemonía cultural en sentido gramsciano. Lo común cultural y experiencial desborda ampliamente lo común político y, justamente por eso, es el campo donde verdaderamente se puede gestar una transformación de largo alcance. Una transformación que de ningún modo hay que imaginar como una tabula rasa, a la manera de las vanguardias históricas (valga el oxímoron) sino como una reorientación de las energías en campo, una resignificación, una reinterpretación de la historia y de la producción.
Pensado de este modo, lo común es a la vez más complejo y más esperanzador. Nuestra historia cultural tiene sentido porque en ella no se deposita sólo la voz del vencedor. Cada imagen que nos llega del pasado es, con palabras de Benjamin, una “constelación” en la que están cartografiadas las tensiones de ese momento (y que todavía, en parte, nos habitan). El poder de los oprimidos, los momentos de resistencia, las alternativas que se barajaron, todo dejó su signo. Saber leerlo constituye un bagaje fundamental para una cultura y una política que se quieran transformadoras.
Es la razón por la cual todavía vale la pena mirar con detenimiento un cuadro de Velázquez, aunque fuera un pintor de corte y con ambiciones cortesanas. Recordemos al respecto el inolvidable análisis de Las Meninas que realiza Foucault al comienzo de su libro Las palabras y las cosas. Se trata, en suma, de efectuar un análisis político-cultural de una situación dada todo lo sofisticado que se pueda, para detectar las tensiones que favorezcan un proyecto de transformación de lo común - y de emprender luego una acción guiada por ese conocimiento. El objetivo es intentar influir decisivamente en todas las fuerzas en campo, las que son favorables y las que no, para alumbrar así, en toda su complejidad, un camino de mejora.
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