Opinión · Otras miradas
Cuando pactamos con el criminal
Periodista
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Cristina Fallarás
Periodista
Cuando el domingo 26 de junio de 2016, siete millones novecientos cuarenta y un mil doscientos treinta y seis (7.941.236) ciudadanos y ciudadanas votaron al Partido Popular, ya sabían de la Gürtel y la Púnica, de los Papeles de Bárcenas, de los sobres B, de las mordidas a empresarios, de los fraudes electorales, de los robos en las comunidades autónomas, de la Ley Mordaza, de la destrucción del sistema laboral, de las prostitutas de Granados, de las ranas de Aguirre, de las “tarjetas black”… En definitiva, sabían de cómo dicho partido agarró el dinero de todos –y por lo tanto también el de esos 7.941.236– y se lo quedó, se lo repartió entre los amigos, se lo llevó a paraísos fiscales.
No dejo de darle vueltas a las razones de esas personas, a los mecanismos que consiguen que un grupo de nada menos que ocho millones de personas otorgue el poder, y por lo tanto la gestión de lo suyo, de lo de todos, a un partido que está en los tribunales acusado de organización criminal. Y además, que vuelva a colocar como presidente al hombre que no solo lo ha construido sino que ha dinamitado la idea de las responsabilidades políticas, una de las bases de la democracia.
A menudo, cuando pienso en todo ello, en la corrupción y la participación de los votantes españoles en ella, en la falta de castigo, voy a parar a la Transición y las cosas de la Memoria Histórica. Creo que ahí está la clave.
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Los “padres” –y tíos y abuelos y cuñados– de esta democracia de la que ahora celebramos los 40 años decidieron no juzgar los delitos de la Dictadura de Francisco Franco. De hecho, decidieron participar en lo que iba a perdurar de ella hasta nuestros días. Todos ellos lo decidieron, desde Alianza Popular hasta el PCE, todos sin excepción. Y así nació esta democracia, con la evidencia de que se puede delinquir de la peor forma, se puede matar y torturar, se puede construir un horror de décadas y salir impune. Y no solo eso, se puede hacer y, paralelamente, obligar a la población a que lo celebre.
O sea, que esta democracia no nació de un ejercicio de libertad, decencia, verdad y justicia. Nació de un pacto de silencio, de vergonzoso silencio, por el que se comunicó a la población –y así queda en el adn de nuestra democracia actual– que más vale cerrar los ojos ante la barbarie y las atrocidades, que más vale mirar hacia otro lado para seguir adelante. O sea, que el fin justifica los medios.
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Lo peor es que, con ese acto, con nuestra “modélica Transición”, hicieron partícipes a todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas españoles de tal infamia: no hay verdad, no hay castigo para los criminales, no hay justicia para las víctimas. Ese es un germen destructivo y brutal que permanece en la esencia de nuestro ser político. No la rectitud, sino mirar hacia otro lado. No el castigo al crimen, sino el pacto con el criminal.
En estas cosas pienso cuando me acuerdo de los siete millones novecientos cuarenta y un mil doscientos treinta y seis personas que votaron al PP. Y también en los políticos del PSOE que les abrieron las puertas de un nuevo gobierno. Y a veces incluso en los votantes de éstos.
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