Opinión · Otras miradas
Nos jugamos el mundo
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Andrea Momoitio
Periodista remasterizada y coordinadora de 'Pikara Magazine'
La diversidad, sobre todo, se siente, pero si necesitan datos, les diré que La Vía Campesina aglutina a 200 millones de campesinos y campesinas de 170 organizaciones en 60 países. Estos días se han reunido en Derio, Bizkaia, para celebrar su VII Conferencia Internacional. No han estado todas, claro, pero han venido muchas. El trabajo del equipo para hacerlo posible ha sido ingente, pero el objetivo no puede ser más loable. La Vía Campesina trabaja por alimentar al mundo respetando los Derechos Humanos y bajo una lógica de respeto absoluto y profundo por la tierra. Un proyecto ambicioso, que se mira, cara a cara, con el capitalismo, el principal perjudicado por su proyecto político. Para lograr instalar con firmeza las bases del nuevo mundo con el que sueñan es indispensable hacer visible que es posible, que la alternativa es real y, sobre todo, imprescindible. No podemos esperar más. El mundo está en juego.
En los encuentros han tratado de definir cuáles serán las líneas de actuación del movimiento y han hecho valoración de sus logros desde la última conferencia, celebrada en Yakarta en 2013. La Conferencia ha estado precedida también por la IV Asamblea Internacional de Jóvenes y de la V Asamblea Internacional de Mujeres, espacios que hacen evidente la apuesta del movimiento por acabar con las desigualdades entre hombres y mujeres y que muestra también la preocupación ante una posible falta de relevo generacional en el campo. Bajo el lema “Alimentamos nuestros pueblos y construimos movimiento para cambiar el mundo”, representantes políticos de todos los continentes han tenido la oportunidad de debatir sobre algunos de los retos que aún tienen por delante. La defensa de la tierra, los bosques, el agua, las semillas y los territorios es una de las principales apuestas de La Vía, que se enfrenta a la criminalización, represión y violencia contra personas campesinas, trabajadoras rurales, migrantes e indígenas. El nombre de Berta Cáceres retumba aún en nuestras cabezas, pero su historia tan sólo es un ejemplo de la realidad de miles y miles de hombres y mujeres en todo el mundo. Los tratados de libre comercio amenazan directamente a la soberanía alimentaria y, desde el campo, luchan por hacer viables sus apuestas por reducir el cambio climático, que trascienden las políticas públicas que pretenden convertir el calentamiento global en un nuevo nicho de mercado. La Vía Campesina cuenta también con escuelas de agroecología, en las que forman y se forman en técnicas que no pretenden adaptarse a la agricultura industrial, sino reconstruir otra manera de trabajar el campo. Además, buscan que Naciones Unidas apruebe una Declaración sobre los derechos de los campesinos y las campesinas, con la esperanza de que este documento internacional pueda ayudar a preservar los derechos de quienes nos alimentan.
Los obstáculos a los que se enfrenta el proyecto político de La Vía Campesina son muchos, igual que los colores, las lenguas, las culturas y los pueblos que conforman el movimiento. La manifestación que tomó el Casco Viejo bilbaíno el domingo fue buena muestra de ello. Intérpretes y traductoras seguían trabajando entonces por garantizar que todas y todos entendiesen los mensajes que se lanzaban al mundo; representantes de todos los movimientos sociales de base de Euskal Herria estaban presentes en la Plaza Nueva para ratificar así su compromiso por la lucha de los pueblos por la tierra. La noche anterior, alrededor de las dos de la madrugada, los autobuses que habían partido de Bilbo a Melilla para denunciar el incumplimiento de los Derechos Humanos por parte del Gobierno español en Frontera Sur, llegaban a Bilbo llenos de activistas agotados. Muchos y muchas de ellas, el domingo, estaban presentes también en el acto público que organizaba La Vía para recordar que el capitalismo no entiende de fronteras. Los muros sólo se alzan para que las personas no circulemos libremente. Al capital nadie le pide el pasaporte.
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En un contexto de criminalización de la protesta en el ámbito mundial y de políticas neoliberales voraces, la sociedad civil es cada vez más consciente también de la necesidad de articular conjuntamente las luchas para hacer frente así al poder, que, desde luego, no es tan heterogéneo como nosotras. Justo delante de mí, un hombre de alrededor de 60 años, aplaudía las consignas. En el cuello, un pañuelo que daba la bienvenida a las personas refugiadas; el puño izquierdo en alto, en la mano derecha, la bandera de La Vía; en la espalda, en su mochila, una chapa en contra de la violencia hacia las mujeres, contra la dispersión de los presos y las presas políticas, y, otra, a favor de la normalización lingüística del euskera. A favor de la vida y de la dignidad no estamos todavía todas organizadas, pero quienes hemos sentido cerca los ojos del enemigo, por la razón que sea, sabemos bien dónde encontrar una mano compañera. Somos nosotras, somos el pueblo, las pobres, las mujeres, las bolleras, las putas, las campesinas, las negras, las gitanas, esas otras que somos todas, las únicas capaces de poner patas arriba este mundo. Ni es fácil ni será mañana, pero es posible. Es, de hecho, la única opción. De lo contrario, quienes vengan después, verán cómo la avaricia lo destruye todo. Nosotras lo estamos viendo ya.
¡Viva La Vía Campesina!
¡Viva la lucha de los pueblos!
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