Opinión · Otra vuelta de tuerka
Benedicto XVI y la propiedad privada
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En su primera encíclica Deus Caritas est, el recién dimitido Joseph Ratzinger decía que el mandamiento apostólico de la propiedad común no era viable en el mundo moderno. El jefe del Santo Oficio afirmaba además que la Iglesia no debía ocuparse de cuestiones relativas a la justicia social y que debía centrarse, por el contrario, en las actividades caritativas. No por casualidad, el todavía Papa que lució el uniforme de las juventudes hitlerianas, fue un gran enemigo de la Teología de la liberación.
Esta pelea entre los jefes de la Iglesia y sus disidentes de izquierdas no era ni mucho menos nueva. El papado ya atacó a los franciscanos que identificaban la propiedad privada con la corrupción y reivindicaban la propiedad comunal. Y desde entonces hasta hoy.
¿Por qué les cuento todo esto? ¿Acaso porque ha dimitido el Papa Ratzinger y toca hacerle alguna crítica que asome la cabeza entre los elogios unánimes que recibirá en todos los medios? Pues no. Me interesa enormemente la Iglesia como actor político e ideológico pero no mucho como objeto de mis comentarios (salvo que hablemos de sexo). Lo que me interesa aquí es el asunto de la propiedad privada que la Iglesia ha defendido sin contemplaciones mandando a la hoguera (y a lugares peores) a sus disidentes y a quien fuera necesario.
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Decía hace dos entradas que, si en algo se han basado las constituciones republicanas de posguerra (en las que se incluiría, desde su particularidad monárquica, la nuestra), era en la propiedad privada. La propiedad se entendía como uno de los fundamentos del desarrollo y de la prosperidad económica. Pero hay algo más. La propiedad fue uno de los elementos cruciales para la domesticación de las clases trabajadoras y sus organizaciones en Europa. La transformación de los derechos propios del llamado Estado del bienestar en privilegios propios de propietarios, sirvió para lograr ese compromiso ideológico de las organizaciones de trabajadores de los países centrales con el sistema de libre mercado. ¡Qué más da lo que pase en Asia o en América Latina si aquí los trabajadores tienen una vivienda y un coche en propiedad y pueden irse de vacaciones a la playa! Pocas cosas ejemplifican mejor la verdad de este compromiso como el fracaso de la Rote Armee Fraktion en su intento de llevar la guerra de la periferia a la metrópolis así como el de todos los grupos de Europa occidental que pensaron que su clase obrera les iba a ayudar a hacer la Revolución.
Sin embargo, esta crisis esta desmantelando las bases estructurales de ese compromiso ideológico e incluso de la propia corrupción como elemento consustancial a la propiedad privada. Por mucho que inviten a los jefes de todos los partidos y a los representantes del empresariado a sus congresos, los sindicatos ya pueden ir pensando en adaptarse al futuro que se les avecina: un futuro en el que el compadreo con la patronal y los gobiernos de turno (eso que algunos llaman diálogo social) sencillamente no va a ser posible. En lo que respecta a la corrupción, basta ver los navajazos entre las élites de siempre (Casa Real incluida) para percatarse de que el sistema no puede permitirse ya que roben todos a la vez.
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La movilización de las mareas de este 23-F en defensa de lo común (los servicios públicos, el derecho a la vivienda, etc.), en una fecha que nos recuerda un golpe de Estado orquestado por las élites económicas y políticas de este país, es un síntoma más de la ruptura de los consensos que fueron la base de los sistemas políticos europeos y del proyecto de la Unión. Y en el centro de esos consensos que se rompen está la propiedad privada como pilar incuestionable nuestras constituciones.
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