Legal o ilegal, la eliminación física de individuos concretos es compañera de viaje de la razón de Estado, como bien sabía Nicolas Maquiavelo. Los gobiernos siempre han recurrido al homicidio para mantener o alterar el estado de las cosas, ejecutando directa o indirectamente de manera encubierta a intelectuales, científicos, disidentes, activistas sociales y líderes populares. Guerra sucia en nombre de Dios, de la Patria y de cualquier entelequia.
La oposición también recurre al crimen político para demostrar la fuerza del movimiento, levantar el ánimo de los seguidores o presionar al poder. Dejando a un lado cuestiones éticas, esta táctica obliga a la clandestinidad del grupo, lo aísla de la sociedad e impide que sus miembros se conozcan, propiciando la infiltración enemiga. Además, la jerarquización del poder convierte a los militantes en hipnotizados ejecutores de decisiones de una cúpula misteriosa con infalibilidad cuasi mística. Es más fácil contener a la resistencia si está dispersa. Algunos estados han llegado a crear o promover siglas "revolucionarias" que han atentado al servicio de sus intereses.
Es dudoso que matar a un político sirva para cambiar el rumbo de la historia, aunque pueda desestabilizar y convertirse en la excusa perfecta para precipitar acontecimientos imprevisibles. Que los resultados deseados se parezcan después a lo obtenido... eso es harina de otro costal.
Con independencia de si llevan la firma opositora o gubernamental, los asesinatos selectivos rinden culto a la espontaneidad y buscan un golpe de efecto inmediato, cuyas consecuencias reales a medio y largo plazo pueden volverse en contra de los propósitos iniciales de sus propios incitadores.
Este tipo de atentados son como un placebo que alivia la incompetencia de determinados sujetos políticos, incapaces de dar con soluciones reales para sus propias carencias. Una muestra de debilidad disfrazada con atuendos de fortaleza.
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