Opinión · Punto y seguido
La percepción de la justicia
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Un mesonero llevó a un indigente ante el juez. Le acusaba de no pagar por impregnar su mendrugo de pan duro con el olor de los manjares que emanaban del restaurante. El astuto juez sacó calderilla del bolsillo, la sacudió para que sonara y dijo al demandante: “Ya te ha pagado. Ahora, márchate. Mi veredicto es que quien vende el humo sólo puede cobrar el tintineo de las monedas”.
Los magistrados, esa especie de deidades en la tierra, nunca han sido meros ejecutores de leyes. En las parábolas populares sólo han sobrevivido aquellos árbitros de conflictos como Salomón, que han sabido aplicar el sentido común para que las normas parecieran ecuánimes, aunque no lo fueran.
Ante los administradores de leyes injustas, la impotencia de nuestros gregarios y crédulos ancestros creó en el imaginario un juicio final y un tribunal celestial en el que, por fin, los poderosos delincuentes recibirían su merecido. Cansados de rebelarse contra los abusos sufridos, se les escapaba que tampoco respetaba el principio de equidad esa corte virtual, hecha a imagen y semejanza de los juzgados terrenales y presidida por una autoridad sobrenatural. ¿Es imparcial un ente que afirma preferir a determinados pueblos y personas, toda vez que aplica tormentos estremecedores en las calderas de su mazmorra infernal a los críticos y rebeldes? Aun así, gracias a los guardianes de la fe y a sus artimañas, aquella fuerza se presenta como el justiciero a ojos de los mortales.
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Desde antaño, para mantener la paz social, la ley ha tenido que simular ser neutral y cumplir con las exigencias éticas del momento. Sería una ingenuidad inquietante esperar que en sociedades basadas en el dominio de unos pocos sobre la mayoría, la justicia sea justa. Las prisiones están repletas de pobres, por serlo y por no poder pagar una fianza. Fuera andan sueltos e impunes los ejecutores políticos en serie y los ladrones de guante blanco, cuyas muñecas no conocen otro metal que no sea el oro. Sólo la movilización social podría invertir la situación, pero no promoviendo personalismos y el culto a las personas.
El arzobispo Óscar Romero retrató esta realidad cuando denunció que, como las serpientes, la justicia sólo muerde a los descalzos.
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