Opinión · Carta con respuesta
Marca registrada: yo
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Una persona me comentó: “Es precioso, vale 1.000 euros”. No sabía que las cosas bonitas dependen del precio, fue un descubrimiento.... de lo necios que podemos llegar a ser los hombres y las mujeres. No es ninguna tontería: millones de personas cuando van a comprar buscan una marca determinada. Entré en las últimas rebajas a una tienda en la que vendían ropa y aderezos de varias firmas muy caras, entró una chica joven y preguntó: ¿qué tienen de nuevo de tal marca? La miré dos veces porque me pareció inconcebible que a alguien le parezca necesario para sobrevivir adquirir todos los productos que una firma tenga el gusto de presentar al mercado. ¿Será síntoma de inseguridad, de prepotencia o quizá de imbecilidad?
PILAR CRESPO ÁLVAREZ TARRAGONA
Bueno, yo soy mucho más pesimista. ¿No ha visto nunca a nadie en una librería pedir lo último del escritor Fulanito? Fulanito ya es una simple marca comercial. Lo mismo pasa en pintura: el logotipo de este periódico, ¿está ahí por la pintura en sí o por la firma de Barceló? ¿Cuántos lectores podrían explicar por qué el Quijote de Cervantes es mejor que el de Avellaneda? Le apuesto lo que quiera a que muy pocos: nos fiamos de la marca Cervantes. ¿Cuántos compradores de discos podrían distinguir una orquesta dirigida por uno u otro director? Para la mayoría, Karajan no es más que una marca de prestigio. O incluso, ¿no ha oído a nadie asegurar que tal cosa la afirma Kant? Ah, claro, si tiene la etiqueta auténtica, el cocodrilo original kantiano, no puede ser una sandez: la marca es el único criterio de valor.
Si cada uno pudiera fiarse de su propio gusto, sensibilidad o paladar, ¿serían tan famosos los huevos fritos de Lucio? Peor aún: ¿podría venderlos a semejante precio? Si todos pensáramos con nuestra propia cabeza y elaboráramos nuestro propio criterio, ¿podría mantenerse la sociedad tal y como está?
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Yo creo que es síntoma de distinción. La distinción consiste en tomar distancia: a mí no me gusta lo mismo que a los demás (ese vulgo municipal y espeso). A partir de ahí el razonamiento es: lo que a mí me gusta es mejor y, por lo tanto, más caro (luego yo valgo más). Las marcas ayudan a satisfacer esa necesidad de distanciarse: me corta Gieves & Hawkes (y no llevo un traje de confección de Zara), leo a Wittgenstein (y no a Ken Follet), oigo a Bach (no a Bisbal), como foie (y no langostinos, como en los bautizos de pueblo), etc. Las marcas no son más que escudos de nuestro precioso (pero frágil) yo: nos protegen del abismo, del vértigo terrible de comprobar que todos somos iguales (o tan parecidos). Con el detente-bala de la etiqueta, acorazados por la distinción, nos sentimos singulares. Eso tiene un precio, como es natural.
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