Opinión · Pato confinado
‘Mindful eating’: comer de manera consciente como una práctica saludable
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En la mesa, enfrente de ti, está el tomate. Puede que no le hayas hecho mucho caso hasta ahora, aunque es rojo, brillante, fresco, redondo, simpático… ¿Te has preguntado qué hace allí? Qué diantres. Es un tomate. Un tomatito del súper. No vale más que unos céntimos. Hay miles, millones como él.
Una fruta. Uno de los muchos comestibles que varias veces al día viajan por tu boca. Cosas masticables. Esclavos del gusto. Masas que llenan la panza. ¿Para qué prestarles mayor atención?
Te lo zampas rápido, esperas la recompensa del estómago y listo. Así puedes seguir disparando deseos, ideas y proyecciones. Vivir en el trapecio de una cabecita atrapada en las cosas del pasado y del futuro, ignorando el momento presente y ese tomate que está en la mesa o viajando hacia tu espacio interior…
Pero ahí está la cuestión, en los dos polos de la mente: la atención plena y el piloto automático. La mente consciente y la inconsciente. Si siguieras la práctica del mindful eating o comida consciente lo verías de otro modo.
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Es una disciplina, un arte, dicen, una forma de vida, y una técnica psicológica cada vez más utilizada por los nutricionistas para tratar desórdenes alimentarios (gestionar, por ejemplo, la ansiedad por comer), o para conseguir mejoras en la salud y hábitos, sin necesidad de recurrir a dietas, reconciliándose quien lo practica con el “hambre emocional” y los alimentos que consume.
La alimentación consciente está emparentada con el mindfulness o atención plena. Por si alguien acaba de aterrizar en la Tierra, se trata de un conjunto de técnicas desarrolladas por psicólogos y médicos en los años 70, una disciplina de inspiración budista (surgida de prácticas del vipassana, zen, yoga…) muy en boga hoy en múltiples ámbitos, que incluyen la salud, la gestión emocional, y el liderazgo empresarial.
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Se basa en volver a conectar la mente, el cuerpo y las emociones entre ellos y con el momento presente. Usan técnicas de concentración y respiración. Dicen que rebaja el estrés, la ansiedad y que aumenta el bienestar, entre otros beneficios avalados por numerosos estudios científicos.
“Para entender el mindful eating es necesario comprender primero el concepto del mindfulness”, explica Tania López, psicóloga experta en psiconutrición del Centro Júlia Farré de Barcelona. “El mindfulness es la técnica que nos permite experimentar el momento presente, y esto tiene que ver con reconocer el mundo interno desde la calma, a nivel emocional, a nivel de las sensaciones físicas y los pensamientos, pero sin dejarse arrastrar por ellos o entrar en juicio de valor. En el ámbito alimentario tiene que ver con el arte de comer conscientemente, y su esencia es practicar la curiosidad”, añade.
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Paradójicamente, el presente, el único lugar en el que ocurren las cosas, es un territorio bastante inexplorado por un déficit de curiosidad entre los adultos. Una cartografía imprecisa, nublada, de lo cotidiano. Pero quienes practican el mindful eating dicen que, si consigues sumergirte en eso que llaman “la mente del principiante”, te interesas por ese tomate con la misma curiosidad del niño…
La historia de tu tomate
Vale. Te presentas de nuevo al tomate. ¿De dónde procedes? ¿De qué variedad eres? ¿Dónde pudiste crecer? ¿Quién te ayudó? ¿Qué beneficios tienes para mí? Quizás no hayas caído en la cuenta que, como tú, ese fruto tiene una historia individual. El tomate que has sacado de la aséptica estantería del súper se crió en la tierra negra, en las manos de un agricultor que pudo ponerle su cariño y empeño para protegerlo de las plagas.
Tiene, si te fijas con atención plena, algo así como un espíritu: todo un linaje, una vida, un ciclo, una serie de acontecimientos que lo han llevado hasta ti y que se vinculan además contigo en lo más íntimo. Al fin al cabo, no permites a muchas cosas y personas que se metan en tu boca, ¿verdad?
Empieza a caerte bien ese tomate viajero. Pero no lo comes. No tienes prisa. En el fondo -ahora eres más consciente- acabáis de conoceros. Es raro, pero es así. No quieres estropearlo. Es como la primera cita. Observas sus colores. Intuyes su sabor y frescura, el agua, los antioxidantes y vitaminas que sabes que contiene. Notas que te apetece y que tus células también lo quieren. Sabes que es bueno para ti.
La comunicación está en los sentidos. Es una clase de habla o jerga que no usa palabras. Lo sientes porque cruza con señales nerviosas las distintas “hambres” que te ordenan comer. El “hambre visual” se fija en su rojo llamativo; el “hambre del corazón” o emocional te transporta a aquellos veranos del gazpacho y a las reuniones en la mesa; el “hambre táctil” te recuerda que es sedoso y carnoso; el “hambre olfativa” se inclina por sus fitoquímicos; el “hambre mental” te dice que es un buen comestible, pues contiene licopeno, un potentísimo antioxidante, y a ti no te gustaría envejecer antes de tiempo…
Tal vez decidas taparte los ojos y darle así un primer (nuevo) mordisco. Los sentidos acaban de multiplicarse como en esos restaurantes que prometen grandes sensaciones con los ojos tapados. Has dejado lejos la tele, la tablet, el ordenador, el telediario, las distracciones… Quizás quieras decorar la mesa para ese sencillo tomate, como si viniera a casa una persona a la que estimas. “Esto no solo genera consciencia, sino que nutre el hambre visual a la hora de comer”, afirma López.
Con tu ordenador central en el aquí y ahora, dedicado al cien por cien a ese alimento, te das cuenta de que habías obviado muchos matices. Estás concentrado en la explosión que acaba de suceder sobre el fondo fluvial de tus papilas. Percibes como el engranaje de tu ser se pone en marcha…
Parece sencillo. Solo consiste en ser consciente de lo que comes y por qué lo comes. Se trata de identificar los automatismos que te lanzan a la nevera. Es observar las señales, pensamientos, emociones, recuerdos, pulsiones, sensaciones, necesidades psíquicas y fisiológicas… relacionados con los alimentos y la comida, y los tipos de hambre que te gobiernan.
De esta manera, dice López, pones "luz en la oscuridad". Asegura que es una forma eficiente de cambiar los hábitos no saludables por otros mejores, o incluso para comprender qué momento es de “autocuidado u ocio”, cuando nos merecemos el placer de ese chocolate o el homenaje, sin repercutir a la larga en nuestra salud. Ayuda a interiorizar un concepto muy oriental: el yin y el yang, el equilibrio.
Con el piloto automático
Es una práctica sencilla pero a la vez difícil, en un mundo acelerado en el que avanzamos con ese “piloto automático”, atrapados por pensamientos viscosos que nos alejan del presente y de lo esencial.
Mientras el avión/cuerpo sobrevuela la acera o el suelo de la casa, el capitán/mente está a sus cosas, sin importarle el rumbo o la altitud. Pero en este momento vuelve a los mandos con el tomate: no atiende solo al sabor, a los colores, aromas o textura. Comprende que la experiencia contiene en su caleidoscopio muchas más cosas.
“Siempre nos han inculcado que comer es un acto banal, pero en realidad no lo es. La raíz del mindful eating tiene que ver con que cada alimento que llega a nuestra mesa tiene una historia y, si practicamos y aplicamos esta alimentación consciente, lo podemos recibir con gratitud y atención, y esto nos está conectado con el presente”, explica López.
Tiene beneficios empíricos, según esta psiconutricionista. Tomar la imprescindible vitamina C, en el caso del tomate, por ejemplo. O saciarse mucho antes. Muchas veces comemos tan rápido y distraídos, masticamos tan atropelladamente, que no dejamos tiempo al estómago para que mande la señal de saciado al cerebro. De esta forma nos sobrealimentamos. Participamos inconscientemente del desequilibrio.
Tiene lógica que una persona sana, antes de recurrir a ninguna dieta agresiva basada en reprimir o maldecir nutrientes, pudiera empezar por este principio elemental, y ver (de manera consciente) qué ocurre. Practicar una alimentación más intuitiva, que tenga relación con lo que necesita en realidad el cuerpo, algo que debe afinarse. “En procesos de pérdida de peso, es muy interesante”, asegura López. Sirve “para reconciliarse con el alimento y la comida en general”.
En la comida muchas veces solo pensamos en el sabor. Es la fuerza primaria. El caballo desbocado. Pero la industria del ultraprocesado ya nos ha ilustrado lo suficiente como para saber que el sabor no puede ser el único camino o indicador del alimento. Comemos deprisa o distraídos, y por ello necesitamos sabores fuertes, palatables, que lleguen más rápido, cañonazos sensoriales.
El sabor es fácil de engañar. Muy fácil sobreestimularlo, deformarlo, vincularlo, como ocurre con la cocaína, a las circuitos de recompensa de la dopamina. Esto explica que frente a emociones desagradables sentimos muchas veces atracción por los ultraprocesados. “El piloto automático hace que el único placer sea el sabor, pero la mirada del mindful eating es que el placer va más allá del sabor, el placer es saborear, pero también mirar, tocar, es oler, es morder, masticar, es comer con los sentidos, potenciarlos todos”, añade. Es decir, menos dopamina y más serotonina.
En su clínica, López a veces desarrolla un experimento. Hace comer a sus pacientes su ultraprocesado favorito, con los ojos cerrados y de manera consciente. Al hacerlo perciben mejor la cantidad de químicos y excesos, y reconocen que así no les gusta tanto como cuando lo comen al modo off de las palomitas en el cine. “El mindful eating es un arte que se empieza a practicar incluso antes de llegar a la mesa, al planificar el menú, comprando, cocinando… y se prolonga cuando está acabada la comida, preguntándonos por qué he escogido este alimento y no otro”, dice.
Comiendo con los sentidos
Como ocurre con la meditación, no se logra de un día para otro. Cuesta jornadas cultivar una mirada diferente con la comida que le otorgue mayor profundidad. Requiere disciplina, constancia, tiempo, y superar la frustración de los inicios. Esta psicóloga recomienda empezar la práctica con un alimento pequeñito, no con una paella. Hacerlo una vez al día o en el momento que sea posible, como un instante de concentración plena, enriquecido, aunque solo sea un bocado.
En este texto hemos usado de ejemplo al tomate. Serviría también una uva o una rodaja de plátano. Recomienda empezar a comer con los sentidos. Mirarlo y observarlo con curiosidad, tocarlo, olerlo… Sentir con plenitud el masticar, la explosión química que se ha producido. Observar cómo tragas y cómo pasa hacia tu mundo interno. Valorar el impacto.
¿Cómo te sientes? ¿Se activa algún recuerdo? ¿Se ha despertado un placer anticipado? ¿Qué pensamientos circulan en tu cabeza? ¿Puedes observarlos sin juicio, dejarlos pasar como si fueran nubes en el cielo?
Es una herramienta, algo práctico, no una proclama. Si lo recuerdas, es como comías cuando eras niño, cuando fuiste un maestro zen. Así que en el fondo se trataría de un retorno, deshacer con cada mordisco el camino, antes de que te perdieras en el día a día y que llenaras el laberinto con cosas que ya sucedieron o que nunca sucederán.
Volver tal vez a un mundo algo prehistórico o espiritual, operan aquí como sinónimos. Entonces el alimento lo era todo, la fuente de vida, una gracia salida de la naturaleza a la que expresabas gratitud. Es mirar el cuenco de arroz con la sencillez del monje sin necesidad de practicar su guen maï (se pasan meditando en el arroz las tres horas que dura la cocción de la sopa). Iluminar conductas, emociones y la manera de relacionarnos con nosotros y con el mundo. Volver a conectar con los seres con los que compartes la mesa y con ese vínculo que es la conjugación en el presente más absoluto del verbo amar.
“Cuando nos faltan herramientas o no tenemos consciencia aparecen maneras de tapar o de escapar de los conflictos internos. En la pandemia ha aumentado mucho el consumo de fármacos, de alcohol o ultraprocesados, por ejemplo. Se trata de entrenar la conciencia, porque la comida a día de hoy es algo en lo que vamos tan rápido que la perdemos. Este tipo de herramientas van muy bien para dar luz al cambio y salir de los bucles mentales y automáticos”, concluye López.
Consejos para practicar el ‘mindful eating’ en casa:
- Dar tiempo a planificar menús con la familia y hablar mucho al respecto.
- Dar tiempo para revisar si queremos hacer algún cambio con los alimentos o menús. Meditar qué pasos serían necesarios.
- Practicar el "comer con los sentidos".
- Tomar conciencia antes de llegar a la mesa (en la compra, la cocina, etc.) y después.
- Decorar la mesa de forma agradable y con dedicación y lentitud, aunque comas solo.
- Practicar cómo te sientes y cómo estás (a nivel emocional y después de las comidas).
- Practicar la curiosidad con la cocina, con la alimentación y en el día a día. La "mente del principiante", estate abierto a la experiencia, como si fuera la primera vez.
- Practicar la gratitud con la comida. Piensa de dónde procede, dale gracias al alimento por venir a ayudarte (trabaja la parte emocional o espiritual de tu relación con él).
- Prueba un día comer un alimento con los ojos cerrados y observa con atención la experiencia.
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